Aún recuerdo la cara de estupefacción de aquel
chaval cuando comprendió que había sido ‘burreado’ por aquellos que, para él,
eran poco más que unos palurdos. Lo que no consigo recordar, sin embargo, es su
nombre. Había llegado a nuestro pueblo por casualidad, estaba allí como podía haber estado en cualquier otro sitio. El chico era
amigo de Luis, uno de los de nuestra pandilla del pueblo que vivía durante el
curso en la capital, y, vaya usted a saber por qué, había decidió pasar en el
pueblo de su amigo la segunda quincena de agosto. Para él todo era extraño y
casi todo molesto. Por eso y por su actitud de niño consentido no cayó en
gracia. Los primeros días de su periplo coincidían con los de la preparación de
las fiestas, esos días en que estábamos enfrascados en el arte de convertir
cualquier vieja panera en una peña. Mientras limpiábamos los suelos o
jalbegábamos las paredes, el intruso se quejaba del olor, del calor y de lo que
fuera. Andrés se acercó a él y le dijo,
oye, en lo que terminamos acércate a la casa de Tere (la madre de su amigo) y
le dices que si nos deja la pantómetra. ¿Qué es eso? Preguntó. Ve a por ella y
ya lo verás. El chico fue y al cabo de un rato volvió con un saco bien atado a
cuestas. Cuando la dejó sobre el suelo, Andrés torció el gesto. No, esa no,
dijo. Ve de nuevo y dile a Tere que la que necesitamos es la grande. El chaval
repitió la operación y al poco regresó con el mismo saco pero esta vez más
lleno. La sonrisa de Andrés certificaba que esta pantómetra sí era la buena. Cada uno de nosotros interrumpió su labor y
fuimos formando una especie de corro en el centro. Cuando ya estábamos todos,
el propio Andrés desató el saco y desveló el secreto, allí no había más que
objetos tan pesados como inservibles mezclados con trozos de leña. La carcajada
fue general, si exceptuamos, claro está, al protagonista ahora consciente del
complot urdido en su contra. Llegar a un pueblo desde la capital tiene estas
cosas, sobre todo si el que llega se empeña en mirar por encima del hombro a
los que son de allí. En el mejor de los casos termina cargando la pantómetra o
cazando esos unicornios rurales que se llaman gamusinos y pululan por ahí. En
el peor, una pedrada rebaja la altivez.