Arévalo, estación de ferrocarril, poco más de las ocho de la
tarde del día con el que se presenta el año, media docena de personas, frío
como para exportar.
Caminas, la estación bien alejada del pueblo; llegas, el
vestíbulo –que además de cobijo, da acceso a las taquillas o al baño-, cerrado.
El billete, pues, en la máquina; tampoco funciona. Al menos a vosotros, nos
dice una de las aventureras, si necesitáis mear, os vale con apartaros un
poquito. Se acercan las 20.35. En la pantalla de ‘próximas salidas’ aparecen
otros trenes que habrían de llegar bastante más tarde, pero ese no venía
anunciado. Susto, especulaciones, a ver si va a ser que. Ni un sonido de
megafonía. Resoplamos. La luz del tren se asoma. Menos mal. La sensación, no
obstante, es de abandono. No tanto del espacio como del servicio. Da la
impresión de que las gentes de esa España vaciada estorbamos a los grandes
planes. Mejor, que a esta parte de España la fueron -y la siguen- vaciando esos
planes, sus instigadores, sus -nunca mejor dicho- ejecutores.
Día siguiente, ayer, ya en casa, me entero de la odisea del
centenar y medio de pasajeros del media distancia Badajoz-Madrid. Tirados de
noche en mitad del campo. Travesía de un desierto real y metafórico con final
en las prisas de Madrid. Extremadura, paralelamente maltratada, responde
también silenciosa, igualmente quieta que sus vecinos a este y norte.