jueves, 3 de enero de 2019

LAS COSAS SON ASÍ


Arévalo, estación de ferrocarril, poco más de las ocho de la tarde del día con el que se presenta el año, media docena de personas, frío como para exportar.
Caminas, la estación bien alejada del pueblo; llegas, el vestíbulo –que además de cobijo, da acceso a las taquillas o al baño-, cerrado. El billete, pues, en la máquina; tampoco funciona. Al menos a vosotros, nos dice una de las aventureras, si necesitáis mear, os vale con apartaros un poquito. Se acercan las 20.35. En la pantalla de ‘próximas salidas’ aparecen otros trenes que habrían de llegar bastante más tarde, pero ese no venía anunciado. Susto, especulaciones, a ver si va a ser que. Ni un sonido de megafonía. Resoplamos. La luz del tren se asoma. Menos mal. La sensación, no obstante, es de abandono. No tanto del espacio como del servicio. Da la impresión de que las gentes de esa España vaciada estorbamos a los grandes planes. Mejor, que a esta parte de España la fueron -y la siguen- vaciando esos planes, sus instigadores, sus -nunca mejor dicho- ejecutores.
Día siguiente, ayer, ya en casa, me entero de la odisea del centenar y medio de pasajeros del media distancia Badajoz-Madrid. Tirados de noche en mitad del campo. Travesía de un desierto real y metafórico con final en las prisas de Madrid. Extremadura, paralelamente maltratada, responde también silenciosa, igualmente quieta que sus vecinos a este y norte.