jueves, 18 de febrero de 2016

ALGUIEN DE FUERA

En estos días se están cumpliendo tres años de uno de los gestos políticos más audaces -y dignos- que recuerdo: la renuncia de Joseph Ratzinger al pontificado de la Iglesia católica. En aquel momento, surgieron muchas especulaciones que pretendían interpretar los motivos por los que había tomado tan drástica e infrecuente decisión. Casi todas ellas partían de un mismo punto que no era otro que la razón ofrecida por el protagonista, la falta de fuerzas para abordar los retos que el cargo le exigía. Para solventar asuntos de trámite habría tenido fuerzas, para llevar a cabo la limpieza pertinente en la curia, no. De esta forma tan sencilla dejaba patente la gravedad de la situación. La Iglesia, asolada por los escándalos financieros de la curia vaticana, por el ingente número de denuncias por abusos a menores, ya no podía huir hacia adelante escudándose en que se trataba de algunos casos aislados. No servía una poda, el mal estaba inserto en el tronco mismo de la institución. Ratzinger avanzó hasta donde pudo, pero llegado ese momento en que había que sajar vio que para él era imposible: sus muchos años siendo parte de ese cuerpo infecto lo convertían, a la par, en cómplice y rehén. Para seguir abordando la labor se tenía que retirar, pero no podía hacerlo como si nada hubiera pasado, como si nada quedase por hacer. Retirarse no era condición suficiente, pero sí necesaria. Permanecer suponía enquistar el problema.