Las estructuras de cualquier
organización, bien social, bien institucional, envejecen aquejadas de
enfermedades procedentes de los humanos que las forman. Quizá, la peor de ellas
sea el miedo a romper con las inercias que, de forma paulatina pero inexorable,
se van adueñando de los ritmos de dichas organizaciones. Se van creando
estructuras que, a la par que se anquilosan, generan anticuerpos para
defenderse de cualquier vestigio de ataque al statu quo. Al final, las secuencias se repiten día tras
día, año tras año, legislatura tras legislatura y se van generando unos
ecosistemas en los que solo son capaces de sobrevivir (y no digamos sobresalir)
quienes son capaces de adaptarse a ellos.