Mi madre quería que estudiásemos, le
costase lo que le costase. Y le costó muchas horas de esfuerzo, alguna noche
sin dormir y muchos desvelos, pero se salió con la suya. Al fin y al cabo, lo
que su vista podía alcanzar no llegaba a ver ningún futuro en el pueblo, así
que lo mejor era que nos fuésemos de allí y buscásemos en los libros el pan del
mañana. Eran tiempos en los que estudiar era sinónimo de progreso económico, la
única escapatoria de un espacio en el que el reloj parecía haberse parado quizá
definitivamente. La montaña rusa de la historia se encargará de desmentir aquel
axioma, pero entonces es lo que había. Cuando esa tarde llegué a casa, ella me
mostró la revista de un colegio en
Palencia. Allí habría de ir. Leí cada párrafo, escudriñé cada foto, mi
imaginación recorrió cada recoveco, soñé con un mundo tan diferente al que
había sido el mío hasta ese momento. Un detalle, sin embargo, captó
especialmente mi atención: entre los alumnos fotografiados estaba Enrique.
Además de piscina, campos de fútbol, salas de juegos, había un negro. Podría
ver frente a frente a alguien de otra raza. Enrique fue mi primera pregunta
cuando, por fin, llegué al colegio. Desde entonces han sido muchas las cosas
que he visto y una sola la que he aprendido, cada ser humano es radicalmente
diferente al resto y a la vez esencialmente igual a los demás. En lograr ese
difícil equilibrio entre diferenciarnos de los demás y ser, a la vez, parte de
ellos se asientan buena parte de nuestras frustraciones y nuestras alegrías. Fito
con sus Fitipaldis decía que no sabía si era él o el mundo el que estaba cabeza
abajo y definía su malestar: se sentía raro, no diferente sino raro.