El traje, aunque lo llevaba
puesto, no parecía suyo. Como una pareja atrapada en su hipoteca, los
pantalones y la chaqueta compartían espacio en silencio, cada cual a lo suyo,
guerra fría bajo el mismo techo. La corbata pasaba por allí.
La máscara tras la que el
chico se esconde tiene una sonrisa dibujada, una mueca aprendida, la tristeza
de quien se ve obligado a exteriorizar lo contrario de lo que siente. Yo solo
soy una posible comisión, una cruz en su cuadro de visitas, unos euros a fin de
mes. Me extiende su mano, le ofrezco la mía. Habla a la misma velocidad con que
un tahúr mueve los dedos, arroja las palabras torrencialmente con la pretensión
de impresionar, de aletargar, de anular el silencio imprescindible para que la
razón de su rival, sí, ese al que sonríe, no encuentre el momento de hacerse
presente. Sus palabras son ruido, bullicio previo a una firma, alcohol para
llevarte a la cama, nada importa la resaca, nada saber quién es el dueño de la
ropa tirada en la habitación, una firma ahora, un polvo vulgar, un pobre
objetivo con el que poder sobrevivir.