domingo, 20 de marzo de 2016

VIVOS Y SIN BOFETADAS

En los años setenta no se estilaba lo de «papá, el maestro me ha pegado». Si aún eras un renacuajo, las actitudes quejicosas no te salían rentables. Digamos que lo que ahora es una queja, antes se convertía en un autoinculpamiento que conllevaría, con absoluta seguridad, la sentencia lapidaria de tu padre en forma de otra bofetada siempre adornada con aquella imprecisa -pero definitiva- condena: «Algo habrás hecho». Varias eran las manos adultas que se sentían legitimadas para ser estampadas en una tierno rostro infantil. Un día de entonces temí que, una tras otra, todas ellas fuesen repicando sobre el mío. Había estado en el ‘petril’. Enfrente se apostó una furgoneta de la que salió un forastero que venía a realizar una instalación en la iglesia, abrió la puerta lateral y se agachó de tal forma que puso ante mis ojos su culo en pompa. No lo pude evitar: le pateé y el hombre cayó dentro de su furgón. Salió con frenesí persecutorio lanzando al aire todo tipo de improperios. Yo corría con la certeza de que no conseguiría alcanzarme, conocía cada recoveco del pueblo, cada escondite de las afueras, y él no; por lo que le daría esquinazo. Pero no era menor otra certeza: no sabría cómo escapar de aquel listado de manos autorizadas a golpear y que, a buen seguro, más temprano que tarde habrían de conocer los hechos. La noticia corrió más rápido aun de lo que imaginé y cuando salí de mi escondrijo lo sabía ya todo el pueblo. Me fui encontrando, de uno en uno y por este orden, con el cura, el maestro y mi padre. La escena se repitió tres veces: me preguntaron -como si no lo supieran- que qué había hecho. Yo, obviamente, decía que nada y cuando esperaba la bofetada, les asaltaba una carcajada. Adulto que se ríe no pega, pensaba, y así fue. Una tras otra se fueron quedando en los bolsillos y me acosté con la grata sensación de impunidad, de haber salido vivo.