domingo, 6 de noviembre de 2016

UNA FOTO SINCERA-SINCERA

Faltan apenas dos días para que en el calendario se tache la casilla del primer martes posterior al primer lunes de noviembre. Cuando esta circunstancia, como sucede ahora, coincide con un año múltiplo de cuatro, nos ofrece el espectáculo de la elección de la persona que dispondrá durante los cuatro años posteriores del mayor poder en el mundo. Los estadounidenses terminarán determinando si en este caso el cotarro caerá en las manos de Hillary Clinton o en las de Donald Trump. La pelea casi nos retrotrae a aquellos tiempos en los que fue muriendo el ‘Ancien Régime’, un siglo largo en el que la burguesía fue socavando los cimientos de una sociedad dominada aún por la aristocracia posfeudal. En este juego, Clinton asume el papel de icono del ‘viejo orden’. Ella, más que nadie, representa, como se decía por estos pagos, la genuina imagen de las fuerzas vivas. Trump, por el contrario, representa la lucha contra ese orden. Suena paradójico que una de las personas con más poder económico del país pueda ser vista como un ‘outsider’. Sin embargo, por sus planteamientos y las formas de exponerlos, así es. El ultramillonario se ha erigido en el portavoz de los descontentos con el poder de lo que ellos llaman despectivamente ‘Washintong’. ¿Cómo? Diciendo lo que muchos quieren oír, atacando lo que muchos quieren atacar y lanzando exabruptos de la misma manera con que muchos querrían dar un corte de mangas a esa élite. Cada vez que Trump abre la boquita y se arranca con cualquier coz machista, racista o similar, los analistas certifican su muerte. Al poco, resurge en las encuestas descolocando a los opinólogos oficiales. Estos aún no han detectado que buena parte de la población siente que ha perdido el abrigo en medio de tanta fruslería que suena a recauchutada. La apariencia estudiada, las palabras medidas, los debates prefabricados huelen a alcanfor.