miércoles, 28 de octubre de 2009

ENTRE TRES Y CUARTO Y CUATRO MENOS DIEZ: MIGUEL ÁNGEL REYES

Los deportistas de élite son árboles que arraigan en el aire. Tienen siempre preparadas las maletas para trasladar su residencia de una ciudad a otra, además, entre semana, su constante trajín les impide asentar el día a día: Van, juegan, vuelven. Días duros dentro de años intensos pero que merecen muy mucho la pena ‘lo que se siente en una cancha es una experiencia que no se va a repetir en ninguna otra actividad de tu vida, el placer de jugar no se puede comprar’.
A Miguel Ángel Reyes se le iluminan los ojitos mientras va extrayendo recuerdos del baúl. En su caso, este  traqueteo le trajo a Valladolid desde Cáceres. Sus doscientos y pico centímetros no pasaron inadvertidos para los hermanos Moratinos y este chico que jugaba en el Colegio de San Antonio se le abrieron las puertas a un sueño: el de ser profesional del Baloncesto. Corría el año 1985. Un año después debutaba en la Liga ACB, enfrente el OAR Ferrol del mítico Anicet Lavodrama. A pesar de lo dicho, la incorporación al equipo profesional fue progresiva y hasta dos temporadas después no se consideró jugador del primer equipo ni estuvo seguro de que convertiría en profesión a su afición. Retrotraerse a esos años es recordar a un cuarteto de pivots que siguen en la memoria de cualquier buen aficionado: Silvano Bustos, Mike Phillips y el gran Juanito de la Cruz, ‘del  Lagarto me impresionó su ambición, podría pensarse que venía con una carrera hecha pero tenía las ganas de un juvenil’. En aquella época su entrenador era Mario Pesquera y recuerda la enorme presión a la que se veían sometidos. Después llegó la corta etapa de Pepe Laso, ‘sólo estuvo un año pero fue el mejor de mi carrera, me dio plena confianza al igual que a otros jóvenes como Lalo García’. 

CÓMO CREAR UNA ESCUELA SIN PROPONÉRSELO

El azar es un chico travieso que disfruta cambiando la letra de los planes bien trazados. Por eso, cuanto más cerrados los tengamos, más sencillo lo tendrá. Manu Martín, salmantino de origen, se fue haciendo hombre en Rentería. Jugaba al balonmano casi por obligación. A principios de los setenta el fútbol era un monocultivo, había poco margen para otra cosa. A pesar de ello, en Guipúzcoa, el Balonmano iba construyendo su propio hueco. Varios colegios se empeñaron en sembrar contra la corriente deportiva hegemónica. El Sagrado Corazón de Rentería era uno de esos y, aunque le tiraba más el pie que la mano, el niño Manu tuvo que elegir entre balonmano y balonmano. Eligió y no le fue mal. 
Tras despuntar en el colegio se incorporó al J.D.Arrate de Eibar en el que se terminó de formar como jugador. Sus planes le llevaban a estudiar INEF y seguir haciendo carrera en su tierra de adopción que, en realidad, era ya la suya. Pero se le cruzó la mili. Iba a ser un año de paréntesis mientras esperaba la plaza en el INEF y, después, vuelta a la normalidad. Primera parada León. Maniobras y espera de destino. José Carlos Muñoz aparece entonces en su vida. Le convence para que juegue en el recién nacido ACD Michelin. Suponía bajar una categoría pero existía un proyecto, una idea, un sueño que, con quebrantos, dura hasta hoy. Manu Martín es uno de sus cimientos. Vino a Valladolid, sólo quien viene de fuera sabe lo duros que suelen ser los primeros pasos en esta ciudad, para completar la dichosa mili e hizo escuela y vida. El equipo ascendió a la máxima categoría y pospuso la vuelta. Lo merecían, dice en dos palabras que resumen causa y efecto: la fuerza del colectivo permitió el logro y el logro reforzó al colectivo. Lo merecían los gestores del club, lo merecían sus compañeros, lo merecía él mismo y siguió un año más a pesar de los esfuerzos de Juancho Villarreal por llevarle de nuevo a Guipúzcoa, al Bidasoa de Irún.