Siempre me dio miedo el miedo, tanto el miedo propio como el ajeno. Me
asusta porque actúa como una fuerza centrífuga que lanza cualquier atisbo de
razón fuera de pista. Me asusta más porque en este momento no hablo de un miedo
teórico, sino de un reflejo que ejerce la labor de piedra angular en el devenir
de nuestros días. Es el miedo el que habla, el que va tomando cuerpo, el que
marca la pauta de nuestro comportamiento social. Miedo a lo conocido por ser de
sobra conocido y a lo desconocido por no conocerlo. Un miedo que poco a poco,
pero inexorablemente, va mostrando sus aristas menos amables. Un miedo que
parte del desasosiego, de la incertidumbre, y que nos arrastra a la periferia
por la que ya caminaron nuestros abuelos.