El día nació raro. Tanto, tanto, que caía agua del cielo. Los más viejos
del lugar, una vez habían encontrado cobijo para ellos y sus proles en las
zonas cubiertas del estadio, se afanaban en relatar olvidadas historias de
antaño a las criaturas. Con la ternura propia de quien se enfrenta a unos ojos
absortos ante lo desconocido y la suficiencia que da el saberse escuchado por
unos oídos abiertos de par en par, les explicaban que ese fenómeno se conocía
como lluvia y que era muy buena para el campo. “Abuelo, entonces -se le ocurrió
decir a algún mocosete- si es bueno para el campo, el partido será mucho mejor”.
Hubieron de explicar los mayores que con la palabra ‘campo’ no se referían al
terreno de juego sino a ese espacio situado entre dos carreteras en el que crecen
los tomates, las lechugas y las demás cosas que sirven para preparar una
ensalada.