“LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA”
Las tres consignas del partido. “1984” George Orwell
Al libro citado,
imbuidos por una lectura epidérmica, hemos asociado la idea de una sociedad
persistentemente acechada por una pantalla desde la que se observa cada uno de
los movimientos de todo individuo. No en vano vivimos en la era de las
imágenes. A mí, por el contrario, más que la vigilancia de los movimientos, del
libro de Orwell me desasosiega el control del pensamiento. Por más estricta que
fuese la vigilancia ningún supuesto Gran Hermano podría aspirar a otra
subordinación superior en grado a la obediencia de unos súbditos amedrentados.
El dominio absoluto deviene de la aniquilación del pensamiento individual. Cada
página del 1984 puntea en ese proceso. La herramienta no es lo de menos, un
ministerio encargado de crear un idioma, la neolengua, que tras el vaciado de
contenidos del original se torna inútil para expresar sentimientos, sueños,
anhelos. El humano es un ser de palabras
y sin ellas, o con ellas restringidas, prostituidas, manoseadas, no es otra
cosa que un animal de rebaño. Si la palabra es la célula del pensamiento, su
uso fraudulento es la base de la manipulación, de la mentira con aderezos de
razón cierta. En ello están. Vocablos edulcorados suplantan a las viejas
palabras duras de roer por precisas. Ya nadie despide a los obreros ni cierra
una empresa, regula o deslocaliza. Vocablos como libertad, democracia,
justicia... antaño preñados de esperanza, ahuecados, hoy son armas arrojadizas
en la defensa de algo o de su contrario.
La última perla en el diccionario de la neolengua es objeción de conciencia.
Algunos alcaldes de
esta comunidad, encabezados por el siempre ceñudo alcalde de Valladolid, ante
la reforma del código civil que iguala en derechos a hederos y homosexuales, se
baten en algarada. Apelan a la objeción de conciencia para negarse a oficiar
bodas entre personas del mismo sexo y dicho lo cual desfilan opiniones en
retahíla. Que si pueden o no pueden negarse, que si la Constitución ampara o no
el derecho a la objeción de conciencia, bla, bla, bla. Entre si galgos o
podencos otorgamos a la objeción de conciencia un contenido falaz, el
pretendido por los alcaldes.
Objeción de
conciencia, antes de su secuestro por la neolengua, no era más que un concepto
impreciso, un derecho subjetivo, con el que se envolvían los motivos esgrimidos
para desobedecer una ley que se oponía a la norma ética individual. En la suma
del peso ético de las causas y los métodos enraizaba su fuerza. Era el reto de
unos ciudadanos a un poder. El desacato acarreaba para el objetor penas de
muerte, cárcel o exclusión social; pero la amenaza del castigo no amedrentaba
ante la fuerza de los valores defendidos. Para reafirmar esa postura no
aceptaban un beneficio personal de la desobediencia. En algún caso el
legislador astuto aspiró a integrar la disidencia sin menoscabo del objeto
último de la norma proveyendo algunas leyes con vehículos para su desobediencia.
Desobedecer sin desobedecer.
Nuestros prohombres
justifican su motín con unas palabras, recitadas tras sugerencias del cardenal
López Trujillo, que no denotan un conflicto de conciencia sino otro irresoluble
de doble obediencia. Ante la imposibilidad de acatar los dictados de dos
fuentes normativas han optado por la de agua bendita radicada en las criptas
vaticanas. Contra el agua fresca que, por una vez, brota en el Parlamento.
Pero además la
preferencia está motivada de forma artera o la conciencia de estos alcaldes es
volátil en demasía.
No hace tanto,
quienes hoy se postran de hinojos, no dudaron en apoyar la decisión del mismo
Parlamento (con otros mimbres) desoyendo las recomendaciones papales contra la
invasión militar de Irak. No hace tanto fustigaban con su verbo iracundo a los
musulmanes porque no asumían que en Europa se obedece a la ley antes que a los
clérigos, porque imponían la sharía como norma a la que podían. Entre el César
y Dios muerte al César si es de los otros, mas si el César es de los míos que
muera Dios.
.En neolengua la
primera acepción de objeción de conciencia es “instrumento ladino para asestar
golpes al oponente político en la cabeza de los que han sido históricamente
discriminados por su orientación sexual”. Puede no ser la única si estos
neoobjetores, espoleados por sus voceros, calculan que obtendrán réditos
políticos. Tal vez mañana su conciencia les impele a pinchar los condones que
vayan a ser usados en sus ciudades o a no celebrar matrimonios civiles.
De momento no
casarán a los homosexuales y nada les ocurrirá. Algún recoveco del derecho
evitará la foto pero han quedado retratados. Pero ojo, sin el aire de las
palabras nuestros cerebros se desoxigenan y podemos llegar a creerles.