martes, 29 de abril de 2014

LÁGRIMAS DE BERGDICH

A lomos de su montura, Boabdil se aleja. El caballo no llega ni a trotar, porque el jinete no tiene fuerza para mover los arreos. No tiene fuerza ni para girar la cabeza y mirar por última vez aquella fortaleza que parecía teñida de rojo por el reflejo de las luces de las antorchas. No tiene el valor suficiente para enfrentarse a la visión de la imponente alhambra que se alza majestuosa, porque esa sola imagen es la crónica de su derrota, de una derrota que le perseguirá hasta el final de los tiempos. El que había sido monarca del reino nazarí caminaba ahora hacia un exilio que no era más que la consumación de la pérdida, la puesta en escena de una humillación, la muerte en vida. Visto de lejos es un espectro que deambula en medio de la noche, de cerca no es más un despojo de grandeza que se balancea según la voluntad del viento. Una lágrima recorre su rostro avejentado de tanta pena. Aixa, su madre, cabalga al lado. El aroma de su cara huele a rabia destilada, mira a su hijo con desprecio y replica a su llanto: «Llora como una mujer lo que no supiste defender como hombre». No sabemos si en realidad ocurrió de esta manera, es imaginable, en cualquier caso, las respuestas del alma encogida de Boabdil, pero nadie estaba allí para atestiguarlo. Pero, como a todo derrotado, la historia le juzgó de forma severa convirtiéndole en un pelele propicio para ser manteado por los escribanos. Esas supuestas lágrimas, la reprimenda de su madre -una mujer-, sirvieron a un intrascendente escritor apellidado Echevarría, que vivió allá por el siglo XVIII, para forjar la imagen de un rey débil y para asociar esa laxitud al carácter femenino. Los hombres no lloran, ya se sabe. Hasta que lloramos. Hasta que por fin pudimos llorar y afirmarlo públicamente: ni llorar es de débiles, ni es de mujeres, ni, por supuesto, mujer y debilidad son términos sinónimos.