A lomos de su
montura, Boabdil se aleja. El caballo no llega ni a trotar, porque el jinete no
tiene fuerza para mover los arreos. No tiene fuerza ni para girar la cabeza y
mirar por última vez aquella fortaleza que parecía teñida de rojo por el
reflejo de las luces de las antorchas. No tiene el valor suficiente para
enfrentarse a la visión de la imponente alhambra que se alza majestuosa, porque
esa sola imagen es la crónica de su derrota, de una derrota que le perseguirá
hasta el final de los tiempos. El que había sido monarca del reino nazarí
caminaba ahora hacia un exilio que no era más que la consumación de la pérdida,
la puesta en escena de una humillación, la muerte en vida. Visto de lejos es un
espectro que deambula en medio de la noche, de cerca no es más un despojo de
grandeza que se balancea según la voluntad del viento. Una lágrima recorre su
rostro avejentado de tanta pena. Aixa, su madre, cabalga al lado. El aroma de
su cara huele a rabia destilada, mira a su hijo con desprecio y replica a su
llanto: «Llora como una mujer lo que no supiste defender como hombre». No
sabemos si en realidad ocurrió de esta manera, es imaginable, en cualquier
caso, las respuestas del alma encogida de Boabdil, pero nadie estaba allí para
atestiguarlo. Pero, como a todo derrotado, la historia le juzgó de forma severa
convirtiéndole en un pelele propicio para ser manteado por los escribanos. Esas
supuestas lágrimas, la reprimenda de su madre -una mujer-, sirvieron a un
intrascendente escritor apellidado Echevarría, que vivió allá por el siglo
XVIII, para forjar la imagen de un rey débil y para asociar esa laxitud al
carácter femenino. Los hombres no lloran, ya se sabe. Hasta que lloramos. Hasta
que por fin pudimos llorar y afirmarlo públicamente: ni llorar es de débiles,
ni es de mujeres, ni, por supuesto, mujer y debilidad son términos sinónimos.