Imagen: Rosi Casares |
Cuidado que el ser humano ha descubierto cosas desde que es ser humano,
pero ninguna, ninguna, le ha influido tanto en lo consciente y en lo
inconsciente como el invento del automóvil. En poco más de un siglo, el ‘coche’
ha trastocado, para bien y para mal, todos los órdenes de nuestras vidas. Si miramos
a nuestro alrededor podemos comprobar cómo ha influido en todo lo que nos rodea,
lo cercano y lo lejano. En principio, tras su aparición, las ciudades se fueron
moldeando para darles cabida: hubo que ensanchar las calles para que los coches
pudieran pasar y, en paralelo, se fue arrinconando a los peatones para que no incordiasen.
Los edificios que molestaban se derribaron. Ya lo advirtieron Faemino y
Cansado: “Qué listos eran los romanos, que cuando hicieron el Acueducto de
Segovia dejaron huecos para no convertirlo en obstáculo y que los coches
pudieran pasar el día de mañana”. Así, las trazas urbanas cambiaron
meteóricamente. Posteriormente, con el coche interiorizado, la distribución de
los usos de las ciudades le convirtió en obligatorio. Nada, ni público ni
privado, se diseñó sin el coche entendido como condición previa. Todo -el
hospital, la nueva vivienda, el puesto de trabajo, el comercio- , de repente, estaba más lejos. Mucho más
lejos pero, eso sí, a cinco minutos en coche.