Tengo
miedo. Un miedo abstracto, inaprensible. Nunca el precio de la muerte
fue tan asequible para las hordas patrióticas de naciones, religiones o
capitales. Gentes que parecen estremecerse ante una bandera o lloran al
oír los sones de un himno que son capaces de matar a quien se interponga
ante sus designios o se sitúen en el camino del azar. Terroristas o
héroes según se mire; dirigentes políticos o terroristas según miremos.
El caso es que, desde una veta de inquina e interés, se está sembrando
el mundo con la simiente del odio. Muertos vuestros y nuestros que
generarán, sin duda, más muertos.
Tengo
miedo ante los atrabiliarios que no dudan, ante quienes pretenden
imponer sus objetivos políticos, religiosos o territoriales con la única
sílaba onomatopéyica que es capaz de balbucear una pistola o un coche
bomba. Tengo miedo de quién pretende obtener réditos políticos o
económicos y, revestidos de auras presidenciales, nos arengan ciegamente
alimentando la raíz de la aversión que dicen querer evitar.
Porque
el odio es una planta de raíces profundas. De ella brota una flor
hechicera, la violencia. Cortando la flor se esparcen más semillas
permaneciendo incólume la raíz.
No sé si ustedes también. Pero yo tengo miedo.