Desde el momento en que Eva y
Adán asumieron que tendrían que ganar el pan con el sudor de la frente, el
trabajo pasó a ser una suerte de esclavitud temporal: había nacido la necesidad
y el trabajo se convirtió en el camino que unía dicha necesidad material con
la forma de cubrirla. Desde entonces, unos cuantos se adueñaron de los medios de
producción, los otros solo tenían las manos como objeto de intercambio. Para
estos últimos, que a duras penas cubrían sus mínimas necesidades, ese trabajo
era la garantía de un mendrugo de pan o del pago de una factura. En nuestras
sociedades, como en todas las anteriores, no poder desarrollar ese potencial nos
empequeñece, nos acobarda, nos deshumaniza. Individual y también
colectivamente, porque cuando este problema afecta a un número ingente de
personas, un claro síntoma del fracaso de un modelo, es la sociedad entera la
que sufrirá, aunque sea tiempo después, las consecuencias. Unas consecuencias
que son funestas psicológicamente a corto plazo pero que, según caen las hojas
del calendario, se van convirtiendo en dramáticas en lo económico. Por eso, el
dato que nos indica el número de personas sin empleo, sirve más para palpar las
perspectivas de una sociedad que para conocer la realidad presente.