La ingesta de turrón produce vómitos de
falso humanismo, el caso es que en estas fechas de apareamiento incestuoso de
la carne y el espíritu, del alegre capital con luces de neón y la negra
iglesia, cargamos a nuestros atribulados oídos con sartas de sublimes tropelías
que nos subyugan ubicándonos bajo el mazo del mercado o el catón de los dogmas.
Las del capital justificadas por su esencia de lobos hincando sus dientes en
los enclenques corderos de nuestras carteras; se deben analizar para conocer
sus arteros empeños y defendernos pero no caben reproches, es su
naturaleza.
Pero la iglesia,
amigo Sancho, esconde sus fauces bajo la figura de un pobre niño recién nacido
y ya perseguido por “las iglesias de entonces”. Bajo esa apariencia
inofensiva extiende e impone sus valores particulares tapizándolos de
universales a una sociedad inerme por medrosa. Así seguirá mientras no
acordonemos el terreno que a una confesión religiosa le corresponde en un
estado aconfesional: sus templos y sus fieles. Ni un metro, ni una constricción
más.