domingo, 27 de enero de 2013

EL DIOS DE LOS NOMBRES

Los nombres de las personas, como los títulos de los libros o los artículos, tienen su pequeña historia. 
A veces la casualidad bautiza. Durante 19 años me llamé Celestino. Fueron casi dos décadas en las que ya tenía nombre sin haber aún nacido. Mi padre -como todos los niños de esa Castilla hidalga, pobre y ensimismada en las viejas historias de los siglos en que sus reyes dominaban territorios tan amplios que no se ponía el sol; mientras, a la vez, con tanta hambre como para obligar a sus habitantes a trabajar como si el sol no se pusiera- sabía que en su futuro estaban el arado y los hijos. Con 11 años se sabía padre y agricultor. Entonces, inopinadamente, murió mi abuelo, su padre. También padre y también agricultor. Ese día tomó la decisión: su hijo mayor se habría de llamar Celestino como el difunto que involuntariamente le dejaba desamparado, como él mismo que acababa de atravesar la línea de sombra del dintel que certifica la irremisible muerte de la infancia para entrar en el hosco territorio de la vida adulta. Desde entonces, el niño que se tuvo que hacer hombre demasiado pronto, soñaba con una criatura acurrucada en sus brazos al que llamaba Celestino. Así fue hasta una semana antes de que yo naciera. Entonces quiso el destino -esa forma de llamar a las cosas que van ocurriendo- que muriese mi otro abuelo y, claro, la cercanía pudo más, heredé el 'Joaquín' y el 'Celestino' quedó postergado para otro hijo que a buen seguro habría de llegar.