Los consecuencialistas
dicen que el camino al infierno está adoquinado con buenas intenciones. Esta
corriente filosófica sostiene que el análisis moral de una acción depende
únicamente del fin y no de los actos. El camino al cielo, suponemos, en vez de
adoquinado estará adornado con mármoles pero el catolicismo añade una antesala
en la que se espera el ingreso definitivo en el paraíso. En dicho recibidor, el
purgatorio, se permanece un tiempo
indefinido, el necesario para que se borren las manchas delebles del alma. El
que allí permanece sufre tanto como si tuviera hospedaje en el infierno pero
con una diferencia sustantiva: tiene asegurada la salvación eterna. Esa
estancia no debe diferir mucho de la de quien se enfrenta a un expediente que
nunca avanza, siempre falta un papel o una firma. Parece ser, también, que si
los que aún estamos entre los mortales pedimos, rezos o pagos de indulgencia mediante,
misericordia al Juez Supremo, este puede mirar a otro lado y obviar ese trámite
pendiente. Como la picaresca no es patrimonio exclusivo de nadie, la Iglesia
azuzó el miedo a este paso intermedio y durante la Baja Edad Media realizó
pingües negocios con el tema. Este negociete fue uno de los motivos expuestos
por Lutero en sus 95 tesis que a la larga supusieron la ruptura del
cristianismo.