Al final resulta que la socialdemocracia era eso, algo parecido a una
póliza de seguro que cubría a los dueños del capital del riesgo cierto de
explosión social. Durante decenios, en Europa Occidental se nos vendió este
modelo como el resultado de un consenso social, como el mejor de los sistemas
posibles, el único que hermanaba los intereses de los dueños de las grandes
compañías con el de sus trabajadores. Los primeros aceptaban una serie de
condiciones que permitían a los segundos el desarrollo de una vida digna.
Aquellos seguían acumulando y estos vivían razonablemente bien, condición sine
qua non para que el estallido social no se produjese. Una especie de Arcadia en
la que todo el mundo tenía su asiento de felicidad.
Hubo factores externos que contribuyeron a mantener vigente la póliza: de
un lado, el miedo cerval al demonio rojo del este; de otro, la posibilidad de
proveerse de recursos materiales en lo que se llamaba tercer mundo. Nadie, casi
nadie, se preguntaba el porqué. Estado del bienestar, lo llamaron. Se estaba
bien, buena gana. En estas condiciones, los estados cumplieron su papel. Los
partidos de base socialdemócrata implantaban sus políticas y los conservadores
no encontraban manera de vencer electoralmente si no era asumiendo los
principios de su rival.