A José Luis, a pesar de su timidez, no le faltaban recursos para
encontrar novia. De hecho más de una chica estuvo tentada de dar ese
‘sí’ a su propuesta de relación, pero en el último momento todas
salieron por patas en cuanto mentaba su trabajo: parecía que ninguna
quería compartir lecho y vida con quien trata a diario, aunque sea
profesionalmente, con cadáveres. Carmen no tenía mejor suerte, ser hija
de un verdugo era una peste que alejaba a los hombres de su vera. Amadeo,
el padre de Carmen, el verdugo, se topa con José Luis. Al fin y al cabo
ambos trabajan con la muerte y en un Madrid provinciano estaban
condenados a cruzarse. Amadeo debería recibir un piso, pero este, ya
mayor, era consciente de que nunca podría disfrutar de ese beneficio
porque se jubilará antes de la entrega. Entre una cosa, ayudar a su hija
a encontrar marido, y otra, no perder el piso, José Luis es el
denominador común. Si el joven se casase con su hija y aceptase la plaza
de verdugo que quedará vacante tras su jubilación, mataría dos pájaros
de un tiro: tendría yerno y piso. José Luis no veía muy claro el paso de
trasladar cadáveres a fabricarlos él mismo, pero Amadeo le aseguró que
sería poco más que un verdugo nominal, que no tendrá que matar a nadie.
Oída así, la propuesta no le parece tan mal y, aun a regañadientes,
acepta. Pero a las penas de muerte las carga el diablo y José Luis
recibe una orden de ejecución. Quiere dejar el nuevo empleo aunque eso
suponga perder el piso y el sueldo.