Los pinceles de
Goya no sentían ningún respeto por esa persona de mirada gélida que posaba
rodeado de su extensa familia. Mientras acariciaban ese lienzo destinado a
trasladar a lo largo de los siglos las caras y los gestos de quienes se saben
dueños de las haciendas y las vidas del sus súbditos, en las calles se empezaba
a pronunciar, muy por lo bajo, eso sí, palabras que al norte de los Pirineos eran
ya de uso común. Carlos IV, ese rey heredero de rey que a su vez fue heredero
de otro y así casi hasta el comienzo de los tiempos, no podía sospechar que su
línea era quebrantable, que su poder no se basaba solo en la fuerza económica o
militar disponible para defenderse de sus ‘iguales’, sino, también, en algo tan
etéreo como el crecimiento de unos conceptos que, incubados muchos siglos
atrás, estaban empezando a tomar cuerpo.