Los primeros homínidos hubieran sido también los últimos de no
haber sido por haber creado, tal vez de forma involuntaria, un vínculo
entre los miembros de la comunidad. Cualquiera de nuestros antepasados
por sí solos no hubieran tenido posibilidad alguna
de sobrevivir en un medio que les era absolutamente hostil. El humano
no es rápido, ni ágil, ni fuerte como para enfrentarse a depredadores
que sí lo eran y que se hubieran pirrado por meterse entre pecho y
espalda un bocado tiernecito de carne de bípedo.
Si a pesar de tanto peligro, fueron capaces de seguir adelante fue
impelidos por ese instinto que les llevaba a poner en peligro su propia
vida por un bien biologicamente superior: la pervivencia de la especie.
De aquel ancestral resorte, algo nos debe de
quedar aunque sea de forma muy matizada. Es cierto que se ha luchado
contra la naturaleza para conseguir espacios vitales que propiciaran
seguridad y que desde entonces se han modificado mil veces las
estructuras sociales. Es cierto que la razón ha funcionado
y en consecuencia se ha abordado la ética como estudio y reflexión
sobre una guía ideal de comportamiento. Pero también lo es que el ser
humano continúa buscando espacios grupales con los que sentirse
identificado. Los patriotismos y los nacionalismos de diverso
pelaje no dejan de ser una forma de cubrir esa necesidad atávica: la de
pertenecer a algo más grande que uno mismo y así dotarse de un
sentimiento identidad colectiva. Paradójicamente, estos espacios de
pertenencia ya no servían solo para defenderse
como humanos frente a los imponderables de la naturaleza, sino para
crear grupos estancos de humanos que se enfrentaban entre ellos.