domingo, 11 de junio de 2017

UN MÍSERO PUNTO

Los primeros homínidos hubieran sido también los últimos de no haber sido por haber creado, tal vez de forma involuntaria, un vínculo entre los miembros de la comunidad. Cualquiera de nuestros antepasados por sí solos no hubieran tenido posibilidad alguna de sobrevivir en un medio que les era absolutamente hostil. El humano no es rápido, ni ágil, ni fuerte como para enfrentarse a depredadores que sí lo eran y que se hubieran pirrado por meterse entre pecho y espalda un bocado tiernecito de carne de bípedo. Si a pesar de tanto peligro, fueron capaces de seguir adelante fue impelidos por ese instinto que les llevaba a poner en peligro su propia vida por un bien biologicamente superior: la pervivencia de la especie. De aquel ancestral resorte, algo nos debe de quedar aunque sea de forma muy matizada.  Es cierto que se ha luchado contra la naturaleza para conseguir espacios vitales que propiciaran seguridad y que desde entonces se han modificado mil veces las estructuras sociales. Es cierto que la razón ha funcionado y en consecuencia se ha abordado la ética como estudio y reflexión sobre una guía ideal de comportamiento. Pero también lo es que el ser humano continúa buscando espacios grupales con los que sentirse identificado. Los patriotismos y los nacionalismos de diverso pelaje no dejan de ser una forma de cubrir esa necesidad atávica: la de pertenecer a algo más grande que uno mismo y así dotarse de un sentimiento identidad colectiva. Paradójicamente, estos espacios de pertenencia ya no servían solo para defenderse como humanos frente a los imponderables de la naturaleza, sino para crear grupos estancos de humanos que se enfrentaban entre ellos.