El miedo evita el miedo. El temor a los otros, el conocernos demasiado
bien a nosotros mismos, ha sido uno de los pilares sobre los que se ha ido
asentando el edificio de la convivencia. Nos aterroriza la posibilidad de
sufrir en nuestras carnes lo que sabemos que seríamos capaces de realizar si nos
encontrásemos en un contexto adecuado. Ese miedo provoca un acuerdo, no hacer
para no recibir, que tranquiliza las calles, armoniza la vida en común, relaja
el ánimo y, por fin, espanta el miedo. Cuando sentimos que ese pacto quiebra,
el miedo regresa y penetramos en un túnel que nos traslada a otra dimensión, a
otros tiempos. Cada noticia de un atentado en cualquier ciudad europea nos
introduce en ese territorio oscuro. Si a uno le sucede otro y otro, se extiende
un pánico difuso por injustificado que sea desde la perspectiva estadística. Más
aun si la muerte es anónima, casual y se disfraza de cotidianidad.