La
verdad, cuando alguien, atañéndose al fútbol, balbuce el manido argumento del
“pan y circo” consigue sacarme de mis casillas. En una simplificación podemos
decir que la sociedad no necesita el narcótico del fútbol para tornarse
indolente. Esa desidia es un hecho que tiene que ver con el acomodo de clases
satisfechas, no busquemos excusas. Cierto es, por otra parte, que para muchos
esas dos horas que dura un partido son un bálsamo de Fierabrás, ciento veinte
minutos sin pensar en los recibos pendientes, en las discusiones familiares, en
cualquier infamia de las que se repiten inexorablemente en nuestro maltrecho
globo azul. Dos horas para el regocijo de una pasión inofensiva, de un fervor
inodoro, de un ardor eterno en dos partes de cuarenta y cinco minutos, de
autoenajenación dispuesta a fundir lo trascendente con la nada. Pero hay
momentos que no permiten seguir las peripecias de unos señores que se disputan
un balón, que la cabeza está pendiente de las últimas noticias que llegan desde
algún lugar del mundo. Por eso se agradece que, sin respetar a dios gol, una
emisora de radio interrumpa la narración de un partido y las voces serias de
los noticieros expandan el hedor de una situación podrida que se acerca al
último estertor. La barbarie israelí en Palestina, asumo el cien por cien de lo
declarado por Saramago, bien merece la
interrupción del carrusel deportivo. Colocando en su sitio cada cosa. Se
agradece.