miércoles, 3 de diciembre de 2003

DE NACIONALISMOS Y FRONTERAS

Ayer, con la compra de este periódico, se regalaba un ejemplar de ese texto redondeado con el compás del miedo de unos y otros, de otros a unos: la Constitución del 78. Así, ojeada y hojeada, no parecía más que un contrato social moralmente superior al régimen cuartelero precedente. Pero es una trinchera. Si sus renglones fueron alguna vez refugios de concordia, lejano queda el día.
Hija de su tiempo, la Constitución no debería ser más –ni menos- que un texto articulado que traza los ejes de la organización de este tapiz de cuatro esquinas que llamamos España. Hoy, este esbozo de nuestra voluntad de vivir en paz, es un arma cargada de pasado. Fea se ha puesto la tarde; entre sus acérrimos enemigos y sus defensores a ultranza la han colocado en un brete. Los unos sueñan abatirla al abordaje, los otros se encastillan en su inmovilidad. Y ninguno la lee al completo. La han convertido en un fetiche. Han reducido interesadamente la porfía al mínimo común divisor de sus aspiraciones oníricas. Han sometido el valor de la Constitución a una discusión agraria sobre lindes. Fronteras que traza la historia a sangre y fuego. Para todos ellos la Constitución es, sin más, España, usurpadora madrastra o amantísima madre.
El veneno del nacionalismo ha embutido el debate en la ilógica de unos apriorismos surgidos de artificios insostenibles racionalmente que idealizan mitos de vetustas arcadias felices o de esplendorosos pasados imperiales,  “utopías compensatorias de  las frustraciones de las clases populares propuestas por élites que obtenían de ello beneficio político” en palabras de Álvarez Junco. En este terreno no puede haber lugar para el diálogo civilizado. Los parámetros tribales se contraponen a los análisis de vertebración territorial que nos permitan avanzar por los tortuosos senderos del progreso social. 
Los nacionalismos disgregadores de Cataluña y el País Vasco dibujan nuevas fronteras de viejas historias, de las mismas viejas historias con que el nacionalismo español urde el tejido de su indisolubilidad. Los primeros ven en la Constitución la rémora de sus anhelos, no les vale; la otros pretenden blindarla de la erosión provocada por la inexorable corriente de los cambios sociales. Como San Pablo, tras el topetazo divino de aquel día que se cayó del caballo, han cejado en su empeño perseguidor para convertirse en sus demiurgos.
A punto de cumplir veinticinco años es hora de reparar en esos capítulos olvidados de la Constitución que hablan de derecho al trabajo o a la vivienda. Contingencias olvidadas bajo chapapotes fronterizos.