Los mapas no son la realidad. Ayudan a
comprenderla, sí, pero no son la realidad. Más allá de las obligadas
limitaciones de tamaño, hay un hecho que lo impide: la pérdida de una
dimensión. Mientras la realidad se mueve en tres, los mapas se dibujan en dos.
En política ocurre algo parecido, pregunten si no a los sociólogos: no puede
haber mapa preciso. El desencuentro es, en este caso, incluso más acentuado.
La cartografía política nos ha enseñado a
pensar en ‘una’ dimensión, como si todas las opciones ideológicas con sus
diferentes lecturas y los matices que cada cual podamos añadir se pudieran ir
ubicando a lo largo de una recta: un eje que fuera de izquierda a derecha, de
derecha a izquierda. De repente, por algún estallido, se nos desconfigura el
sistema de referencia y, para reubicarnos, utilizamos categorías estancas en
las que agrupamos a todo aquello que no aparecía en el mapa inicial. Así,
añadiendo a aquel eje inicial términos como ‘catalanes’ o ‘independentistas,
introduciendo en el mismo cajón a personas tan dispares como Puigdemont, Anna
Gabriel, LLuis Llach, Dyango, Carme Forcadell
o Gerard Piqué, medio nos apañamos.