El fundamentalismo husmea el aroma de un señuelo; lo difunde
en el fértil terreno del oprobio, allí donde la ley de Hooke –un cuerpo
elástico se alargará proporcionalmente a la fuerza que reciba- dictamina que
aparecerán complicidades; acecha en nombre de un bien supremo inmarcesible,
invulnerable, que impondrá su verdad, su esencia, su ser; se arroja al abismo
descrito en un plan previamente trazado, un plan que sojuzga a los que dice
defender porque no son más que parapetos, eslabones, peldaños, piedras en un
camino a ninguna parte.
Los portadores del plan vislumbran el dolor; se acercan sigilosamente, escuchan el dolor; acarician con palabras hueras, se apropian del dolor; estimulan con esperanzas paradisíacas, aprovechan el dolor; empujan al vacío, explotan el dolor. Y dolor, más dolor, hijo del dolor, padre del nuevo dolor.