Como en los pueblos
antaño asolados por una riada, hemos esculpido en oro las letras de una lápida
“hasta aquí llegó la baba de la cortesana España el día de todos los santos de
2003”. Una vacua obra hagiográfica transmitida en directo hasta la náusea
torna en “modernez” lo que no es más que el estertor del antiguo régimen: el
anuncio de boda del hijo y heredero de un monarca. Un oxímoron esto de la
monarquía moderna. Una reliquia sin más peso que el de una bandera ha compuesto
unas notas más de su réquiem bajo el empalagoso disfraz de unos novios
aparentemente dichosos. Del Imperio del Valle del Nilo hasta ayer, del monarca
dios al monarca símbolo, se ha escrito una historia que el tiempo ha de
enterrar en sus anales.
Mientras ese día llega, no puedo sustraerme
de los hechos, hay que hurgar en sus tripas aunque el hedor sea vomitivo. Entre
las miles de páginas publicadas sobre el heredero y su boda ni una sola
plasmaba un análisis riguroso acerca del sentido –o la falta de él- que hoy
tiene la monarquía. Con calculada pericia nos han despojado del verdadero
debate sustituyéndolo por un falaz (y mediatizado por la fuerza de los hechos)
Letizia sí, Letizia no. Las dos Españas de hoy son el “Hola” y el “Tómbola”, el
corazón y las heces. Legiones de monárquicos, pelotas y buscavidas escudriñan
el pasado de una persona cuyo único mérito para asumir papeles de
representación de un estado es haber sido designada por el corazón o la
testosterona de un príncipe.