El frenesí de realismo social expandido por
la Seminci se desparrama más acá del Puente Mayor. Poco menos de las diez de la
noche del sábado, una algarabía insólita reclama mi curiosidad. Con el subir de
la persiana, sin pagar entrada ni penar en cola alguna, ante mí una película
cuyo guión -una celebración gitana, un quítame allá esas pajas y el rosario de
la aurora- es digno del mejor Kusturica.
Personajes al filo del abismo cuya vida es
un manantial ardiente: los gitanos. Comparten nuestras calles, pero no les
conocemos. Forman una sociedad periférica al parecer inmiscible con la nuestra
y sólo sabemos de ellos de tanto en vez cuando por algún arrebato protagonizan
alguna página de nuestra prensa. Después tópicos y desprecio. Sin embargo son
admirables. En medio de una sociedad abotargada por el sinvivir cotidiano de
hipotecas y letras del coche, ellos viven al minuto y celebran a lo grande,
mañana no existe, lejos de aburrimientos profilácticos y preocupaciones
pecuniarias tiran la casa por la ventana y olé.