Lo
que se encierra entre las cuatro paredes del psiquiátrico no es una locura sino
unas palabras. Aislada del mundo, Catherine Holly no tendrá acceso a los
salones en los que la alta sociedad de Nueva Orleans toma el té. Así, una de
esas acaudaladas fanfarronas, su tía
Violet Venable, evita que se eleven a comidilla las circunstancias en las que
murió su hijo Sebastian. Estamos en 1937, en Estados Unidos se está
generalizando una práctica atroz para tratar a las personas que sufren ese
misterio insondable al que llamamos locura: la lobotomía.
Violet,
temerosa aún, decide dar un paso cruel: financiará la reconstrucción de un
decrépito hospital con la sola condición de que operen a su sobrina para que
con el tajo del bisturí el secreto vuele, ahora sí, definitivamente. Su dinero,
la historia de la humanidad, compra voluntades y escribe diagnósticos. Mas
siempre hay personas que no se dejan deslumbrar por el color del dólar, héroes
anónimos enterrados sin fanfarria en la vida real que, sin embargo, consiguen sus
propósitos cuando de cine hablamos. Este enfrentamiento entre Elizabeth Taylor
y Katharine Hepburn se produce en ‘De repente, el último verano’ una película
de Joseph L. Mankiewicz cuyo fin es una pirueta en la que se delata el secreto,
se libera a la oprimida y se humilla a la millonaria. El responsable de este
giro es Montgomery Clift encarnando al doctor Cukrowicz. Este médico, aunque
experto en la mentada operación cerebral, comprende todo lo que está
ocurriendo, sabe que el quirófano está de más y utiliza una práctica incruenta
que también empezaba a estar en boga: el psicoanálisis.