Mamá, ¿qué es el agua?, pregunta un pez
De no haber muerto desangrada tras el parto,
Fortunata sería íntima amiga de Jacinta. Habrían pasado muchos años desde que
la una supo de la existencia de la otra y viceversa. Aunque bien visto era un
simple conocimiento de una existencia corpórea, una sabía que en la misma
ciudad vivía una mujer llamada Jacinta y la otra otro tanto de quien era dicha
como Fortunata. Al fin y al cabo, hasta pasado muchos años de aquella primera
presentación no se tuvieron cara a cara y, a decir verdad, lo que cada una
encontró enfrente era la suma de dimes y diretes que habían acumulado a lo
largo de todo ese tiempo. El rostro de cada mujer transmitía a su presunta
rival, en vez de un dolor compartido, el odio que ambas querían ver.
Ambas mujeres fueron rivales sin proponérselo,
simplemente estaban en un sitio concreto en el momento determinado; no digo en
el lugar equivocado porque, seguro, les había peores, simplemente estaban ahí.
Fortunata como un juego, Jacinta como un escalafón. Si cada una supo de la
existencia de la otra fue porque
alguien, el que jugaba con Fortunata y mostraba a Jacinta, fue creando un
relato para que ambas siguieran enquistadas en el mismo papel.
Él era el poder, nada menos que el único heredero de
una familia adinerada, el pretendiente perfecto, el perfecto galán. Podía,
¿quién lo discute?, hacer y deshacer sin rendir cuentas sabiendo que cualquier
desmán tiene un precio que se puede pagar si se tiene el suficiente dinero.
Digo desmán y creo equivocarme porque a ojos de sus contemporáneos ni su
actitud fue excesiva, ni desordenada, ni cometió tropelía alguna. Así son las
cosas, raro es el pez que, viviendo en un río infecto, es capaz de detectar la
podredumbre de esa agua. Incluso, aunque a otros les haya arrastrado hacia la
muerte, muchos –espíritu de supervivencia o capacidad de adaptación- terminan
siendo coprófagos. Juan, que este era su nombre, alimentaba el peso de su
apellido con las mierdas del hambre y las convenciones, cuando no enmerdeciendo los más hermosos
sentimientos que un humano pueda tener.
Jacinta sintió desprecio por Fortunata aquel citado
día en que escuchó por primera vez este nombre. Pobre destinada a la pobreza,
mujer destinada a ser doblemente pobre y guapa, lo que podía ser una bendición
no era más que el gancho a una tercera servidumbre. La cuarta fue padecer el
síndrome de Estocolmo. El desprecio de Jacinta se fue convirtiendo en lástima a
medida que iba conociendo las vicisitudes vitales de una Fortunata poco más que
mercancía, vicisitudes en forma de manos masculinas que la tomaban y dejaban
según sus deseos o necesidades. La lástima se mutó en tranquilidad cuando supo
que Fortunata se había casado y esta tranquilidad en rencor al enterarse, casi
inmediatamente, de que, ni con este matrimonio,
Juan dejaría de herir su orgullo. Por si fuera poco sentía su
esterilidad como una carcoma que corroía sus cimientos de madera, no podía
exigir cuando no podía dar lo que a una mujer se le exigía: hijos. Y, por ello,
además, envidiaba a Fortunata.
Fortunata, asumiendo inicialmente su ubicación en la
escala, no envidiaba a Jacinta, simplemente maldecía a esa divinidad que la
colocó en la periferia de la vida. Sabía, no había de saber, que sus deseos no
eran propios de quien se alimenta de huevos crudos y trató de sobrevivir y de
olvidar. Se sobrevive como se puede y en compañía de quien te lo permite a
cambio de ser lo que quieren que seas. Se olvida cuando la única obligación es
sobrevivir. A veces parece que la moneda sale cara en este juego macabro que es
la vida cuando, casi siempre, tu nacimiento erró en el lugar, el tiempo o las
dos cosas. Parecía ser así, su nombre era Maxi y se enamoró de ella. Ese amor
era la puerta a la vida cómoda. Así se lo hicieron ver la amiga resentida con
el mundo y el cura con el que el mundo se resiente. Así lo intentó según las
convenciones pero, ¡ay Carmela!, nada
pueden convenciones donde sobra corazón, Estocolmo seguía llamándose Juan y si
este se había casado con Jacinta era por pura formalidad. Ahora estaba
dispuesta a enfrentarse a lo que creía su destino.
Puestas frente a frente chocaron como dos bolas de billar
lanzadas por el mismo palo sin ser conscientes de que sus movimientos no habían
sido más que una consecuencia no forzada por ninguna de ellas. Fortunata puesta
a romper cadenas quiso romper de golpe todos los eslabones, todos menos el fundamental,
Juan, el hombre, seguía siendo la medida de todas las cosas, ella le daría, de
nuevo, un hijo que Jacinta no podía dar. Pero la cizalla no fue lo
suficientemente fuerte. Su hijo nació y Juan siguió siendo coprófago. Siempre
habría Jacinta para presumir y su Fortunata de ahora se llamaba Aurora Samaniego.
Con la aparición de esta segunda Fortunata, la original
sintió que se le iba lo poco que quedaba de aquel sueño y quiso pagar golpeando
en el culo equivocado, pero pagó y dejó empeñada la poca salud que aún le
quedaba. La visión de la muerte cercana le procuró un poco de luz con el que
pudo comprender (y compadecer) a
Jacinta, de esta manera decidió entregarle lo que más querían ambas: una en concreto, su
hijo, la otra en abstracto, un hijo. Le hubiera gustado hablar, decírselo,
explicarle el porqué de esta decisión. Le habría contado, ya libre del síndrome
de las personas secuestradas, que nunca pretendió hacerle daño, que en su vida
no hizo otra cosa que intentar ser honrada y si se puede reprochar algo a sí
misma es haber caminado por una senda trazada por el corazón. Por ello fue tan
capaz de amar como de herir, de ser herida y amada, no cruzándose nunca las
flechas de ida y vuelta de ambos verbos.
Las lágrimas habrían asomado en el rostro de
Jacinta, ella que no fue más que lo que dijeron que tenía que ser, que no había
amado más que al hombre que le dijeron que tenía que amar, ella que -no
pudiendo concebir- no cumplía el papel que se le requería, sentía, justo ahora,
con fuerza propia los sonidos su corazón. Sístole y diástole, admiración por la
otrora rival y desprecio a quien alguna vez amó. Escucharía y hablaría. Pero ya
no podía ser.
Pasados los años Jacinta también murió.
Ahora veo agua y parece más cristalina pero me dicen
que es una piscina, que es el cloro el que crea esa ficción, que en ella no hay
vida posible y que la mayoría de las aguas siguen siendo turbias.
Inercia
Son tantas las
cosas que hacemos sin saber, sin siquiera preguntarnos el porqué, que si
fuésemos capaces de despojarnos de ellas acabaríamos como veinteañeros
calientes tras una partida de strip poker. Hoy es mi cumpleaños, una día más,
tan intrascendente como sus 364 compañeros, salvo porque, hasta donde puede
retroceder mi memoria, recuerdo la cara iluminada de mis padres. Como ellos
verían la de los suyos y así sucesivamente. Podría ser distinto pero, como
ayer, como mañana, me veré obligado a obedecer a un tipo que no acabó la
instrucción primaria, como mañana, como ayer, seguiré sin atinar, por más que
lo intento desde aquel primer encuentro en clase de derecho eclesiástico, con
la clave que abre el candado con que Marta me valla su entrepierna.
La vida no tiene un
efecto menos tóxico que el cianuro, simplemente realiza su trabajo con menor
ansiedad. ¿Qué motivo hay para celebrar?
Hostias y blasfemias
Minutos antes de su detención, Amparo había dado una bofetada a León. El sacerdote acababa de formular la pregunta ritual.
- ¿Venís a contraer matrimonio sin ser coaccionados, libre y voluntariamente?
Amparo arrancó el velo de su cabeza, lo lanzó al suelo y se dirigió a los invitados.
- Este hombre es un hijo de puta, me ha pegado cuando le ha venido en gana, he aguantado porque hasta hoy tenía más miedo que orgullo pero ahora quiero celebrar mi boda con la libertad y solo compartiré mi vida con personas dispuestas a no sentirse más que nadie ni menos que ninguno. Espero que este cabrón se pudra en la cárcel.
- Cállese, dijo el sacerdote mientras se quitaba el birrete, esas palabrotas en templo sagrado ofenden a Dios y atentan contra los creyentes. Búsquese un buen abogado porque esta blasfemia tendrá el castigo que merece.
AMORatada
Raquel duerme desde anteayer en una casa de acogida. Esconde sus moratones bajo una falda larga y una blusa abrochada hasta el cuello. Ayer me reflejé por primera (¿y última?) vez en sus ojos, frente a frente ella y yo. Ella tras el mostrador; yo tartamudeando. Había entrado en la tienda para comprar unos pantalones baratos pero cuando me miró a la cara sólo pude balbucear "te amo, ven conmigo". Me sonrió triste y sin perder la compostura dijo: "estamos en rebajas y por el amor se paga un alto precio".