Así dice la Biblia, palabra de Dios. Así, claro, había que
creerlo ya que no existía, ni existe, forma de rebatir sobre una materia que es
desconocida. La palabra escrita estaba secuestrada por un pequeño reducto de
personas, las pocas que sabían leer, las muy pocas que podían hacerlo en latín,
que se valían de tal rehén para extender a su incumbencia la interpretación
‘oficial’ de los textos bíblicos. Ellos leían, todos escuchaban esa lectura.
Interpretación de hombre convertida en palabra de Dios. Contravenir era tildado
de herejía. Anatema. Hasta que llegó Gutemberg e inventó la imprenta de tipos
móviles. Más libros, en más idiomas y más baratos. Más aprendieron a leer. La
Biblia comenzó a ser lo que aparecía escrito en la Biblia y no tanto lo que
decían que aparecía. Lutero, por
ejemplo, sería impensable sin Gutemberg. El fraile agustino también fue anatematizado
pero tenía defensa: escribía y se le leía. El cristianismo terminó por romper. La
iglesia romana, ante el desafío, decide, en paralelo, reformar e imponer mano
dura ante el desafecto. De nada sirvió. Ni los tribunales -la Inquisición-, ni
el control de la información -el Índice de libros prohibidos-, fueron, a la
larga, capaces de evitar lo inevitable.