Cuentan los que de esto saben que
en Marruecos, durante la batalla de Alcazarquivir, moría en 1578, el rey
portugués Don Sebastián. Como no dejó herederos, el trono luso acabó en manos
de Felipe II de España.
Al haber muerto en plena batalla,
en tierra extraña y lejana, casi nadie pudo ver su cadáver; un cadáver que, en
cualquier caso, tardó en aparecer o nunca apareció. El pueblo portugués, así lo
cuentan, no quiso aceptar el hecho. Esto, unido a la muy humana necesidad de
creer en algo que alentara sus esperanzas en un futuro mejor, ayudó a crear y
propagar la leyenda de que el rey no había muerto, simplemente preparaba las
condiciones para regresar, liberar a Portugal del dominio extranjero y
recuperar su trono.
A este movimiento se le denominó
sebastianismo. Este mito, que aúna ilusión pasiva y resignación activa, se
sustenta en algunos aspectos del melancólico carácter portugués. El
sebastianismo, como concepto, fue más allá de aquella época. Se podría definir
como la suma del malestar con un presente ingrato más la esperanza en que un
hecho milagroso –una resurrección de un ilustre fallecido- les guíe a la tierra
prometida.
El pasado no vuelve, excepto como
caricatura de sí mismo. Nuestro Don Sebastián, el capitalismo, languidece en su
Aznalquivir universal tras batallar en una cruzada contra sus propios límites.
Había sufrido enfermedades de crecimiento, crisis por necesidad de acumulación
de capitales, y de todas salió con bien. Dejaba un rastro de muertos y heridos
pero como sistema se recuperaba e imponía. Hoy no es tan así. Las crisis de
antaño nacían de la escasez, la de ayer surgió, de sopetón, en medio de la
abundancia. Vivimos oyendo el estertor de una época, padeciendo los excesos del
vivir por encima de lo que racionalmente era posible. El barco que ha de
devolver a Don Sebastián se llama consumo y no da más de sí. Reactivarlo es tan
posible a corto plazo como suicida a medio. El rey ha muerto y los buitres se
comen su carne. Fin.
El capitalismo necesita crecer y
en este crecimiento cimienta su contradicción: mientras crece devasta, si no lo
hace se hunde. La devastación no la hemos visto porque se produce lejos, pero
se produce. El planeta no tiene capacidad permanente para procurarnos cada día
más recursos, pero se lo hemos exigido. En su loca huida los que tienen voz
insisten en encarrilar de nuevo ese tren, que tan ingentes beneficios les ha
producido, para que se desplace sobre la vía por la que transitaba, feliz e
inconsciente, dos años atrás. Pero no se volverán, en España, a construir
800.000 viviendas por año, simplemente no hacen falta. No se volverán a vender
más de millón y medio de coches por año. Hemos entrado en crisis por una puerta
y hay que buscar la salida por otra.
El moribundo mejora, dicen, justo
antes de expirar. Podremos ver esa mejoría, hipotéticas salidas de la crisis,
brotes verdes. No durarán y volveremos a las andadas. Será como construir una vivienda en el cauce
de un río seco, enfrentarse a la naturaleza no es nunca una sabia decisión.
No entiendan esta reflexión como
apocalíptica, al revés. Es la ilusión la que me guía, la consciencia de que es
posible una rebelión cívica en la que converjan sectores políticos y sociales
que se plantee alternativas, que busque alternativas económicas que sean
capaces de producir menos pero repartir mejor y procurar más seguridad. He
tenido la oportunidad de hablar con mucha gente que cuando volvían de zonas del
planeta sumidas en la pobreza decían que se extrañaban al ver a sus habitantes
felices con tan poco. A mí, lo que me sorprende, es como en lo que denominamos
mundo desarrollado somos tan infelices con tanto.
Con Sebastián muerto y el pueblo
esperando su regreso triunfal, algunos quisieron suplantar al rey. Hasta
nuestros días ha llegado la historia de uno de los impostores, Gabriel de
Espinosa, el pastelero de Madrigal. El capitalismo morirá ahogado en sus
miserias pero lo que venga después no tiene por qué ser mejor.
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