jueves, 28 de febrero de 2019

EL COCHE URBANISTA


A buen seguro que no ha existido a lo largo de la historia un urbanista tan influyente como el coche. Desde que este artilugio móvil llegó, nuestras vidas y nuestros entornos ya no se parecen en nada a lo que anteriormente fueron.
Desde un primer momento, las distancias -longitudes que se miden con unidades de tiempo- decrecieron, lo que acarreó una modificación en nuestra manera de mirar el mundo, de estar en él. Esta nueva perspectiva temporal, al modo de una app, se fue instalando en nuestros cerebros. En una primera fase interiorizamos el proceso, aquel cerro, un suponer, que pensábamos tan lejano ahora está a tiro de piedra. En la segunda, entendemos que el diseño de las calles debe plantearse con la idea de que los vehículos se muevan con cierta comodidad, asumiendo además que el coche ha de tener prioridad. Para ello se les otorga más de la mitad del espacio público de la ciudad. En la tercera, adaptamos todos nuestros hábitos a esta nueva escala: si aquel cerro no está tan lejos es posible colocar allí un gran supermercado, el campo de fútbol, el auditorio o el hospital. El polígono industrial, por descontado. En una última fase, hasta el ocio se ha intentado marchar. Sin coche, hemos llegado a creer, que no puede haber vida distinta a permanecer encarcelado en casa. 

Los barrios han ido perdiendo su esencia inicial, hasta que llegue el momento y mueran del todo convertidos en tristes dormitorios. El centro, lejos de casi todo, destino de turistas, tanatorio en el que languidecen los comercios clásicos, oficinas de ir y venir…  Un territorio, al fin, de paso que se ha acostumbrado a metabolizar el ruido y ha digerido la contaminación como el peaje necesario a cambio de su propia supervivencia.
Pero volvamos. El coche llegó y diseñó nuestras ciudades. En realidad, el coche llegó y diseñó nuestros cerebros, hasta tal punto que no somos capaces de pensar -más allá de la teoría- en otros modelos de ciudad en los que el automóvil sea una ayuda y no el acaparador de suelo  cielo. Parece que no existe manera de desinstalar de nuestras cabezas aquella app que nos permitía observar la ciudad, sus tiempos y sus distancias con los ojos del coche. De esta manera, cuando la contaminación pasa de los generosos límites de lo permitido, solo se nos ocurre parar y esperar a que escampe. Y aun así, con enorme -y obvia- resistencia de sectores que dependen del coche para llenar la tienda o el restaurante que preferirían que se hiciera la vista -o los pulmones- gorda y aquí paz y después gloria. Un parar y esperar que se está quedando corto. Cuanto antes asumamos ‘la descochificación’ mejor nos irá.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 28-02-2019

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