Bajo el amparo de los versos de Gabriel Celaya –«Se
dicen los poemas/que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,/piden ser,
piden ritmo,/piden ley para aquello que sienten excesivo»– induje que el
Real Valladolid, ante una hinchada que anhela restituir su esencia, un público
que no exige más ni consiente menos que el esfuerzo denodado, compondría un
partido audaz, un desempeño digno, capaz de henchir el tórax hundido de su
sufriente afición. Al fin, se cumplían las premisas –«Cuando ya nada se espera
personalmente exaltante,/mas se palpita y se sigue más acá de la
conciencia,/fieramente existiendo, ciegamente afirmando,/como un pulso que
golpea las tinieblas», nadie observa la clasificación con el sueño de escalar,
la irreversible consecuencia se da por amortizada; asunción, eso sí, que no
implica mansedumbre, revés que no comporta resignación.
Entonces –«cuando se miran de frente/ los vertiginosos ojos claros de la
muerte», supuse, me dije, el Pucela se encuentra en una tesitura en la cual «se
dicen las verdades: las bárbaras, terribles, amorosas crueldades»; ahora,
arropado con la certeza de que todo está perdido, envuelto en la evidencia de
que nada queda por guardar, pretenderá, supuse, me dije, desplegar un plan
atrevido, desarrollar un juego sin ataduras melindrosas. La verdad fue dicha:
la realidad expuesta fue, si cabe, más bárbara, más terrible, más cruel. No se
atisbó un ejercicio de coraje por más que, dada la propia incapacidad, pudiera
resultar estéril; la verdad que afloró, la misma que se mostró en cada partido
cuando aún no estaba todo definido, cuando el miedo podía atenazar, reveló una
reverencial pusilanimidad.
El Pucela empezó el partido encerrado en su área como si tuviera algo que
proteger, como si el minuto cero fuese el noventa, como si no fuera local. Lo
cerró agazapado atrás, esperando el final como si el marcador estuviera de su
parte, como si hubiera margen para revertir el dictado de la derrota. Entre
medias, algún tímido arresto, algún intento sin apenas convicción. Un desierto,
el quebranto de los protagonistas, el lamento de la afición, el remanso del
rival, el vacío, la impotencia repetida en las veintiocho jornadas disputadas.
La nada multiplicada por las diez escenas pendientes.
Al Valladolid, como a Andrea, la protagonista de otra 'Nada', la novela de
Carmen Laforet, la tristeza se le adueña de su cuerpo mientras los días
intrascendentes, fríos, idénticos, fútiles, van transcurriendo sin apenas
interés. Tumbada en la cama, Andrea observa una foto de sus abuelos aún
jóvenes, una imagen que le recuerda el tiempo en que ella fue feliz en aquella
misma casa como el seguidor que repasa cromos de cuando el Pucela encadenaba
temporadas en Primera. Entre medias, hasta la casa encogió: la necesidad impuso
la venta de la mitad del inmueble. Hasta la plantilla. Grima da contar seis
cedidos en la alineación inicial.
En sus nadas, Andrea y el Pucela sienten que cualquier minucia arranca sus
lágrimas, que los hechos más nimios les desgarran el alma con la fuerza de un
volcán.