Tal vez ya era
y no lo advertí; tal vez el descreimiento hubo invadido discretamente los
ánimos y, por tanto, aplacado las voluntades de buena parte de la sociedad
sin que me percatase del proceso; tal vez, sin darme cuenta mientras todo esto
ocurría, a la manera de 'La invasión de los ladrones de cuerpos', unas
imperceptibles esporas de desafección germinaban formando vainas que replicaban
a los humanos con el propósito de suplantarles, completar el reemplazo y formar
una nueva humanidad aséptica, desarraigada, desprovista de todo vínculo
sentimental. A diferencia de la película, estas esporas no proceden del espacio
exterior, no son vertidas por alienígenas inmisericordes sino diseminadas en
nuestro suelo por los propios mandatarios –y por mandatarios no me refiero
exclusivamente a la dirigencia política– que han pergeñado un modelo carente de
certidumbres. A diferencia de la película, los seres humanos no se sustituyen
por borregos antropomorfos; simplemente acartonan sus convicciones, acomodan
sus principios, aparcan sus ideales, esperando unos mejores tiempos que quizá
tarden en llegar. La resistencia, más que fortalecerte, te moldea con la forma
que impone la fuerza que acomete.
Esta deriva arrastra
en nuestro mundo democrático a que en las elecciones que se nos permiten no se
apoye a una candidatura por lo que sus cabezas visibles hagan o digan, deshagan
o desdigan, sino por lo que representan, por lo que evitan. Cada opción cimenta
su discurso en la malignidad del opuesto. Cada voto, pues, se deposita con la
esperanza de esquivar el riesgo de que los diversos gobiernos vayan cayendo en
manos indeseables. La presentación futbolística de un equipo humilde como lo es
el Pucela se asemeja, bien que por obligación, a estos modos decadentes: más
que proponer, es impelido a contrarrestar. Ha de aguantar golpes, zancadillas,
zarandeos. Ha de resguardarse conformando un armazón y aprovechar cada ocasión
de ataque que se presente, bien improvisando cuando se puede desplegar, bien
apreciando cada regalo.
En Valencia, la estructura se mantuvo en pie seis míseros minutos. Al menor
soplido, sus partículas se disipan. Así, el gol noqueó al equipo apenas
iniciado el encuentro. El semblante, como el de quien ha recibido un topetazo
traidor, muestra la pérdida del sentido, la mirada extraviada, el alma
derrotada. Ni siquiera una segunda oportunidad, como la que ofrecía Paco Costas
a los conductores accidentados en aquel programa de televisión de los setenta,
fue suficiente. Asumiendo que el Pucela no propondría, al menos se le pedía que
aprovechase el empate concedido por un error del portero valencianista, que no
devolviera la dádiva. Ni por esas. Inesperadamente, es un decir, apareció Cenk
y empeoró a Mamardashvili. Si el portero ejecutó calamitosamente una buena
decisión; el defensa pucelano optó temerariamente por no alejar el balón,
omitió cualquier ejecución. Gol y a descontar. Su voto no sirvió ni para evitar
el riesgo de que el partido, otro más, acabara en decepción. Perdido, como la
mirada.
Publicado en El Norte de Castilla el 9-3-2025