En Santa Rosa del Conlara,
pequeña ciudad ubicada en un valle del departamento Junín en la zona rural de
la provincia de San Luis, en un territorio que despectivamente
adjetivaríamos por estos lares como 'la Argentina profunda', Mario Dominicci
repartía su tiempo laboral entre la cooperativa lanera que tiempo atrás había
concebido e impulsado y una docencia encaminada a formar –a formar como
sinónimo de instruir e ilustrar; no como mero ejercicio de adiestramiento, de
capacitación profesional– a la chiquillería vástaga del resto de
cooperativistas. En el fondo ambos pilares sujetaban el mismo edificio en
construcción: un refugio que ahuyentara el miedo, un soporte para aglutinar las
fuerzas individuales en renuencia colectiva que inmunizara ante los Andrada de
turno siempre dispuestos a negociar con la debilidad de los trabajadores y
pequeños propietarios.
Mario, protagonista del
recuerdo de su hijo Ernesto que sintetiza la película 'Un lugar en el mundo',
tropieza con una realidad que choca de frente con su prédica, con su concepto
ético y filosófico, con su rebeldía; al fin y al cabo, con toda su labor vital:
el miedo siempre aparece, los 'Andradas' –por si acaso– lo promueven en cuanto
encuentran ocasión –y siempre la encuentran– e impele a tomar decisiones
contraproducentes. Y cuando el miedo no procede, brota una comodidad que amodorra.
Los cooperativistas, con
premura por cobrar, con atávico pánico a los designios del opulento de turno,
rompen el pacto fundacional y venden a Andrada la lana a un precio inferior al
que hubieran obtenido simplemente habiendo esperado. Mario, con el encolerizado
rostro de Federico Luppi, inflama aquella lana acomodaticia. Sin nada,
entiende, no existe miedo a que nada se pierda. En el continuo comenzar se
descomponen las semillas de la complacencia, de la molicie; se destruyen los
gérmenes de la resignación.
Demasiado pronto vendió el
Pucela su lana al primero que postuló. Tal vez desde que ascendió y consideró
un logro la presencia en Primera división. Un logro, no un desafío. Su patético
deambular por la categoría suponía pan para hoy y hambre para mañana: estar sin
ser.
De repente, ante el Barcelona
–un Barça que no deja de serlo por plagar la alineación de suplentes– se ha
atisbado un incendio, un ataque de rebeldía. Los culés se han visto obligados a
correr más de lo que deseaban, a jugar menos de lo que querían. Cierto que
jugar ante un grande, al menos en los días en los que no te bambolean, ofrece
una ventaja conceptual: ellos te colocan, jugar bien no exige marcar los pasos
del baile –como sí requiere el enfrentamiento ante un igual–, basta con seguir
el ritmo marcado y, a ser posible, no errar para exigir, no regalar para
obligar.
El Pucela ha quemado lo que tenía. Corresponde un
nuevo inicio. No un reinicio, que es asunto diferente, un nuevo inicio. En la
dignidad de esta derrota se ha debido de dar cuenta de que no es nada y lo
tiene todo. De que no es momento para capitular sino para pensar y ejecutar. De
elaborar un proyecto de arriba a abajo que sepulte este con tan calamitoso
final, implementar una idea que parta con un afán: asentar las raíces en este
territorio, encontrar en esta ciudad ese lugar en el mundo, su lugar, su mundo.
Publicado en El Norte de Castilla el 5-5-2025