Alcé la vista y contemplé una
presencia idéntica, un perfil calcado, un rostro remedado, una melena
tenuemente más oscura, a varias de las imágenes apiladas en mi recuerdo:
treinta y cinco años después me topé con la silueta de E. frisando la veintena apostada
en la barra del bar del pueblo. Me acordé de Alfredo, el proyeccionista de
‘Cinema Paradiso’, empeñado en convencer a Totó de que huyera de su tierra sin
volver la vista atrás a riesgo de, como Edith, la mujer de Lot, convertirse en
estatua de sal: “no regreses, no te dejes engañar por la nostalgia”, “has de
ausentarte mucho tiempo para encontrar a tu vuelta a tu gente, la tierra donde
naciste”. Alfredo, desolado, resignado, se lamenta, “supongo que tenía que ser
así”, de forma similar a Delibes en el comienzo de ‘El camino’: “Las cosas
podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así”.
A Daniel, el Mochuelo, también lo largaron a la ciudad en busca del progreso, sea
eso lo que sea, que seguro no se encontraba en ser quesero como su padre.