miércoles, 8 de julio de 2020

MÓVIL, A SECAS

Foto "El Norte de Castilla"
Alicia rompió aguas a eso de las dos o tres de la mañana de una noche de la que en tres semanas se cumplirán veinte años. Inmediatamente cogimos un taxi que nos acercó a la antigua Residencia. Hasta que no fue bien de día no llamé por teléfono ni a sus padres ni a los míos para informarles de la inminencia de su llegada al estado de ‘abuelez’. Por aquel entonces ya existían los teléfonos móviles, pero en su uso aún nos regíamos por los ritmos, los usos y las normas sociales previos -los de los tiempos del viejo teléfono de cable-, esos que advertían de que por la noche, más allá de las 10, salvo causa de fuerza muy mayor, no se llamaba a casa de nadie. Y causa de fuerza mayor era causa de fuerza mayor, esto es, una perentoria necesidad de acudir a la persona a la que se violentaba. Por eso, un ring a destiempo era recibido con un respingo; nada bueno podía ser. 

La hora de comer también era sagrada, pero de otra forma. Llamar en ese momento era un indicativo de mala educación. En muchas casas, de hecho, mientras se estaba a la mesa, no se cogía el teléfono por más que sonase. Estaba rotundamente prohibido. Todo podía esperar a las horas ‘decentes’: hasta informar del fallecimiento de un ser querido.

La generalización del uso del teléfono móvil supuso no solo la incorporación de una nueva tecnología sino la readecuación de los comportamientos sociales. Ahí sí, sin percatarnos, sin previo aviso -no existía ni la expresión- nos adentramos en una nueva normalidad. Ese aparatito nos cambió para siempre al convertirse en algo más que imprescindible: en omnipresente. No solo eso, el teléfono, un utensilio familiar, ha dejado terreno a otro de uso exclusivamente individual. 

En el camino, el adjetivo comió el terreno al sustantivo que definitivamente se perdió: ya no es teléfono sino ‘móvil’ a secas, un artilugio que usamos para todo porque para todo uso van apareciendo aplicaciones. Tan para todo, que ya creemos al artilugio capaz de cualquier cosa. No le cuenten a mi madre que hablo de ella, pero verán: un día, no hace mucho, poco después de las ocho menos veinte de la tarde, se quedó absorta mirando la pantalla de mi móvil. De repente, levantó la cabeza sorprendida.

-¡Qué adelantos! -exclama buscando mi mirada-, solo con poner mi cara ya me dice en qué año he nacido. 

-¿Cómo? -mi sorpresa, claro, no fue menor-.

Hasta que entendí. Eran las 19.41. No le quise romper el embrujo. 

-¿Qué cosas, eh?  

Basta con observar la foto para comprender en qué consiste esta nueva normalidad. Ya no porque las gradas estén vacías, es que observamos a las únicas tres personas que, al margen de los futbolistas, aparecen retratadas mientras se disputa el partido y comprobamos que no están haciendo ni puñetero caso al juego, que el móvil ocupa toda su atención. El primero, el chico joven, serio, atento, manos quietas, parece leer algún artículo, novela o aprovechar para estudiar algún examen próximo. El segundo, algo mayor, teclea. Puede que esté consultando algún dato o intercambiando mensajes más o menos intrascendentes con amigos, pareja, hijos... La chica aguarda. Lleva el móvil en la mano, mantiene la mirada perdida en un punto difuso. No actúa, espera que sea el propio aparatito el que le acerque la información que precisa: la disponibilidad de alguien para cualquier plan,  el lugar al que acudir después -o no- con ese alguien, si le ha subido la fiebre a su criaturita…

También cabe otra reflexión: el fútbol, si no es una fiesta colectiva, pierde mucho de su atractivo. Un partido sin nadie al lado puede resultar soporífero. 

Publicado en "El Norte de Castilla" el 08-07-2020

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