viernes, 16 de octubre de 2020

Tiempos Catalizadores

Leonora Carrington. La Berinto. 1991
Las personas más jóvenes, por lo general, entienden la enfermedad como un paréntesis, un hecho accidental que trastoca los planes presentes lanzándolos hacia un futuro inmediato y previsible. El después será poco menos que la continuidad de un antes; el durante, un tiempo irrelevante a efectos prácticos. Cuando el calendario ha dado ya muchas vueltas, también por lo general, vamos entendiendo que una enfermedad, por su gravedad, por su larga duración o porque, simplemente, marca el fin del tiempo, puede alterar la realidad del protagonista. En cualquiera de los casos, la salida de la enfermedad se realiza por una puerta diferente a la de entrada, conduce a un estadio distinto que no encuentra continuidad con el previo. En el primero, la gravedad determina una pérdida de condiciones físicas que impedirá un desempeño vital semejante al ejercido hasta ese momento. En el segundo, la larga duración nos obliga a aprender a convivir con la enfermedad, a asumir que ella no ha venido de visita sino con el firme propósito de alojarse en nosotros, de  convertirse en huésped. En el tercero, cuando simplemente marca el fin del tiempo, simplemente marca el fin del tiempo.
Determinadas situaciones inesperadas en el ámbito social trastocan el devenir cotidiano, nuestra inercia como sociedad, nuestras vidas con sus rutinas particulares en modo ‘El show de Truman’. Lo sentimos inicialmente como un guantazo con la mano abierta, pero al poco integramos en nuestra vida tal realidad sobrevenida asumiéndola colectivamente como se asume una enfermedad. En primera instancia, la sociedad reacciona como los jóvenes: tiene muy presente el pasado inmediato y, transcurrido el momento de shock, del aturdimiento inicial, pergeña planes para cuando esté curado. Piensa que con pedir los apuntes de las clases perdidas, con que los colegas le mantengan al tanto de las novedades de la pandilla, está preparado para reincorporarse a un mundo que es el mismo que dejó cuando tuvo que guardar cama. Así fue cuando escuchamos hablar de la COVID, así fue hasta poco después del confinamiento.
 
Enseguida descubrimos que no, que la sociedad, como en el ejemplo de la persona ya talludita, empieza a entender que esta enfermedad, bien por duración, bien por gravedad, bien por ambas, dejará secuelas en nuestro cuerpo social y/o tendremos que acostumbrarnos a vivir con ella. De esto último, ya hay epidemiólogos que alertan no solo de que el asunto se puede extender en el tiempo sino que no descartan la llegada de otro virus que se solape.
 
De lo primero, ya podemos dar fe. Al menos en el ámbito español, el proceso de la COVID, espectáculo político al margen, ha dejado al aire todas las miserias. La sacudida ha rasgado un traje del que presumíamos pero que ha mostrado su debilidad en cuanto ha sido exigido. Bien es cierto que es imposible mantener unos estándares sanitarios constantes como los que pueden ser requeridos en una situación extraordinaria, pero aun así se ha constatado la debilidad de los sistemas públicos del estado de bienestar español. Esta afirmación no puede quedar planteada como un apunte a pie de página sino como la indicación de una línea de trabajo insoslayable. El aviso ha sido demasiado visible para pasarlo por alto. 
 
Los efectos, sin embargo, no se quedan ahí. En el ámbito político, insisto, más allá de los sucesivos bochornos a los que nos hemos visto sometidos, más allá aún de las medidas tomadas con mejor o peor criterio, el cambio sustancial ha sido la aparición de Madrid como sujeto político visible. Obviamente, antes la comunidad autónoma que acoge a la capital del estado era un sujeto político mayúsculo; pero, de alguna manera, no se notaba tanto desde fuera. Al final, los que aparecían como pedigüeños, los que exigían competencias, los que cuestionaban el statu quo eran siempre otros. Madrid se manejaba en un tono menor. Los sucesivos gobiernos madrileños en ‘eso’ han sido muy hábiles: la mejor manera de llevar adelante sus planes fue hacerlo de forma silenciosa, sin generar disonancias. El conflicto entre el gobierno de Madrid y el de España ha hecho saltar por los aires esa estrategia. Madrid ha sido demasiado ruidosa para seguir haciendo como que no existe.
 
Quedan también los efectos aún por llegar, es obvio que en el momento actual ya sufrimos secuelas negativas en el aspecto económico, que se ha destruido empleo, que muchas familias viven en la zozobra del no saber qué será. Más adelante habrá más; porque aunque pudiera haber una recuperación, entendida esta dentro de los cánones del modelo actual, el mientras tanto será terriblemente duro para los sectores más desfavorecidos. Las diversas caras de la pobreza acechan. Pero no es cierto que todos perdamos: también en estos momentos hay ganadores.
 
Lo que no parece es que, de esta, se cuestione el gran modelo; sí, y eso es un cambio, la Comunidad Europea, si no se tuerce el acuerdo de julio, ha enterrado las políticas de la mal llamada austeridad que se impusieron en la anterior crisis. En cualquier caso, sea la recuperación en V como indican los más optimistas, en U o en L como apostillan los que ven más negro el futuro, se ha abierto aún más la brecha entre los percentiles de población con mayor renta y los de menor. Otra línea de trabajo abierta.
 
Un elemento que quizá esté quedando al margen es el que tiene que ver con las relaciones sociales, con las costumbres. Da la sensación de que la pandemia castiga unas prácticas más habituales en nuestro entorno: la cercanía, el contacto… Aventurar en este aspecto sería demasiado osado, pero sí queda la curiosidad de saber si nos habremos acostumbrado a una distancia o estaremos ansiosos por reducir los espacios interpersonales, algo tan propio, guste más o menos, de estas tierras sureñas. En este sentido, a la extendida pregunta de si de esta saldremos mejores, cabe responder con escepticismo: siempre que existe algo que comprometa a los humanos aparecerán comportamientos admirables y deplorables. Son momentos en que lo bueno mejora y lo malo empeora. Son tiempos, como todos, en los que habrá que remar para intentar avanzar en la línea de los principios que siempre hemos defendido.
 
Bien pensado, es muy poco lo que ha cambiado. En todo caso, se han acelerado determinados cambios que ya se estaban produciendo. La pandemia se comporta como un catalizador que sin alterar el resultado de una reacción química, acelera su proceso. 
 

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