Cruzando desde
el paseo de Isabel la Católica el puente Mayor de Valladolid y continuando,
rotonda al margen, de frente, accedemos a la vía que el callejero denomina
avenida de Gijón. Tiene lógica la designación porque el tramo que une
Valladolid con la ciudad asturiana formaba parte de la N-601 que unía, Adanero
mediante, Madrid con Gijón. Dispone de lógica cartográfica pero carece de la
social, de la humana, porque para los vecinos de Valladolid, y no digamos si lo
circunscribimos a los del barrio de la 'Vitoria', esa arteria que se abre –o se
cierra, según se mire– al lado de mi casa se denomina 'carretera de León'. Al
fin y al cabo, y de ahí la lógica humana del nombre, la mayoría de trayectos
que se consuman sobre ese asfalto facilitan el trasiego entre las dos capitales
o entre una de ellas y los pueblos de enmedio. Y no son trayectos
circunstanciales, la mayor parte de esa mayoría responden al ejercicio de una
vida: al eje que une el pueblo del origen con la capital del destino. Un
proceso que, deseable o execrable, ineludible o forzado, responde a un
fenómeno, el de los desplazamientos de personas a gran escala, que diseñó
–diseña y diseñará– la geografía humana de nuestras sociedades. En la
'Vitoria', sin leoneses, sin terracampinos, no se habrían levantado edificios
de más de dos plantas. Al menos cuando se edificaron los que existen.
Desde esa óptica, no comprendo la rivalidad perenne. Sí, claro, el pique en un juego de toma y daca, con principio y final preestablecidos. Sí, claro, la denuncia de los atropellos, la demanda de igualdad. Denuncias y demandas cuyo listado de destinatarios se ciñe a las personas con poder político y económico para decidir. Desde esa óptica, insisto, no comprendo el odio difuso y generalizado a cualquier cosa que evoque todo un territorio y a quienes en él habitan.
Me desagrada
el clima que se genera cuando, en este caso, el Valladolid y la Cultural se
enfrentan. Cuando se cargan en la pelota relatos de afrentas pasadas con
responsabilidades remotas. Un clima, no lo olvidemos, artificial, provocado por
quienes pretendiendo réditos políticos zahieren bajito –para encontrar
escapatoria si vienen mal dadas– y magnificado por vocingleras que envuelven su
personalidad en banderas a las que atribuyen blasones de superioridad, que se
difuminan en identidades excluyentes. En realidad, resuenan más que son: entre
unos Villarriba y Villabajo cualquiera, siquiera por contacto, la cercanía
impone la relación cotidiana con todos sus vericuetos. Bodas incluidas. Podemos
pensar que la pareja de ya prometidos está formada por dos antagonistas que
como se apunta en la película dirigida por Robert Redford 'El río de la vida',
«podemos amar totalmente sin entender totalmente». La realidad es la opuesta:
se podrán comprender enteramente porque comparten pasión: el fútbol. Parte de
lo no importante, de la mayoría de nuestro tiempo. En esta ocasión le
corresponderá a ella mitigar el enojo de él.
Otra cosa, y
aquí se me amontonan los años, observo reticente como el espectáculo se impone
en todos los campos. A los debates políticos ha sucedido la espectacularización
de las polémicas; a los análisis futbolísticos, el show periférico; a los usos
que se atenían a lo privado, la exhibición de los sentimientos. De esa petición
pública no quiero imaginar la posibilidad de un 'no' por respuesta. No lo
entiendan, faltaría, como crítica sino como crónica de una evolución. Nuevos
tiempos que no llegan para un Pucela empeñado en transitar por su mediocridad
consuetudinaria.
Mientras, en
ese Gijón punto y final de la carretera, la Segunda División muestra su rostro
traidor, inmisericorde... maravilloso. Del 3-0 al 3-4. Todo cabe, nada
sorprende.
Publicado en El Norte de Castilla el 29-09-2025
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