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Foto "El Norte de Castilla" |
Algunas respuestas las llevamos grabadas tan a fuego que o hemos
aprendido a domesticarlas o brotan de inmediato en cuanto la ocasión lo propicie.
Al fin y a la postre, las aprendemos desde bien pequeñitos; en muchos casos,
nada menos que de boca de nuestros padres. Porque ellos también, cuando de
reafirmarse se trataba, fueron unos ventajistas.
A ver si no. Tú te estabas retorciendo de dolor en el suelo
y, antes de preguntarte cómo estabas, una tormenta en forma de “te lo dije,
¿eh?, te lo dije. O, ¿no te había dicho que no te subieras a la silla, que te
ibas a caer?” tronaba sobre tu cabeza. Había como una malsana intención de
dejar patente que para ellos era más importante el aviso que la consecuencia,
que era más trascendente apuntalar su “tenía razón” que una posible luxación de
codo. En ese momento, entre el dolor, el bochorno y la inferioridad jerárquica
del hijo, como que uno sobreentiende que no es el momento más pertinente para
hacer uso del derecho a réplica, pero de buena gana se queda. Porque claro,
entre 10.000 advertencias de catástrofe, tampoco es mucho mérito el acertar
alguna vez como para andar reivindicando la capacidad profética. Más que nada,
porque cuando no sobreviene la plaga bíblica anunciada no se les escapaba ni un
tímido “me equivoqué”, no se oye “perdona hijo, no confiaba en ti”.
Nos hacemos grandes y seguimos dando vueltas a la noria del
ventajismo. Con nuestros hijos, ¿cuántas
veces antes de tenerlos nos repetimos que nunca jamás utilizaríamos ese mantra?
Pues nada, en cuanto llega la ocasión, zas, “te lo dije, ¿eh?, te lo dije”. Y
el fútbol, que exprime y sublima, no se podía quedar al margen. Es también
escenario privilegiado en el que se busca la razón y a quien echársela en cara.
Y todo el mundo la tiene y tiene a quien: cualquier aficionado habla tanto,
dice tanto, mezcla tantas filias y fobias que, aunque solo sea por pura
matemática probabilística, alguna vez tiene que acertar y, aunque sea una vez
de mil, recuerda lo dicho en pos de un ridículo reconocimiento. Suele ser
habitual, pero hay días que dan mucho juego. El de ayer fue uno de ellos, faltó
la intervención de Moyano en alguna jugada decisiva para haber cantado bingo,
porque los sospechosos habituales, Masip en este caso para mal, Míchel y
Guardiola para bien, dieron rienda suelta a miles de ‘telodijes’ entre los
filos y los fobos y viceversa.
La celebración de Míchel, índices al cielo, es, en lo
concreto, el cierre de una obra de arte futbolística lanzada por Nacho, pintada
con tres pinceladas sublimes por Guardiola y firmada por
el valenciano. Una maravilla que pesa lo mismo a favor que un error grosero en
contra. Y sobre este particular, no cabe debate, ni ventajismo alguno: es así.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 14-09-2020