Cinco meses han
pasado desde que Ángel diese la última vuelta a la llave para cerrar
definitivamente La Curva, uno de esos locales que, más que un bar, fueron el
emblema de una época. Casi como último servicio, La Curva fue el penúltimo
cobijo de unos poetas locos –no todos los poetas son locos aunque todos los
locos sean poetas– emperrados en susurrar sus versos a pleno pulmón. No es
extraño este maridaje, el bar rezumaba poesía desde el momento en que fue
engendrado; de hecho, el nombre hace referencia a ‘Las personas curvas’, un
poema de Jesús Lizano que ya es una declaración de intenciones. «Mi madre
decía: a mí me gustan las personas rectas/ A mí me gustan las personas curvas,/
las ideas curvas,/ los caminos curvos,/ porque el mundo es curvo/ y la tierra
es curva/y el movimiento es curvo... el pan es curvo/y la metralla recta». En
esto del fútbol existen muchos caminos para ganar, tantos como para perder,
pero el que nos entusiasma es siempre curvo. Ese fútbol que nació recto en
Europa fue tomando distintos cuerpos a medida que viajaba para quedarse en el
resto del mundo, pero en uno se torció definitivamente para mostrarnos la
belleza curva.
Un escritor curvo, Eduardo Galeano, relata este proceso de fundición: «Eran los pobres quienes lo enriquecían [al fútbol], mientras lo expropiaban. Este deporte extranjero se hacía brasileño a medida que dejaba de ser el privilegio de unos pocos jóvenes acomodados, que lo jugaban copiando, y era fecundado por la energía creadora del pueblo que lo descubría. Y así nacía el fútbol más hermoso del mundo, hecho de quiebres de cintura, ondulaciones de cuerpo y vuelos de piernas que venían de la capoeira, danza guerrera de los esclavos negros, y de los bailongos alegres de los arrabales de las grandes ciudades». Ya sé que es pedir demasiado pero, tras partidos tan planos como el de ayer, un compendio de ángulos rectos que los futbolistas fueron conformando haciendo confluir en el mismo punto inocuos pases horizontales con estériles carreras verticales, te marchas del estadio con un regusto a poca cosa. El Real Valladolid, que a fuerza de sólido ha pasado a plomizo, ha rendido todo su bagaje ofensivo a que Óscar tenga el día curvo y nos saque del letargo siquiera por un ratito. Lástima que ayer, que sí tuvo el día, sus compañeros no aprovecharan las peladillas del salmantino. La Deportiva Ponferradina, que es bastante más de lo que su modesto nombre da a entender, tampoco puso especial empeño en romper la monotonía y, salvo en un par de fogonazos, se limitó a formar como un grupo rocoso con aires de estibador a imagen y semejanza de su técnico. Poco más de sí dio la tarde que el catálogo de rectas, ángulos y cuadrantes propios de tiempos de penuria imaginativa, de la suma de incapacidades para romper los moldes impuestos. Niemeyer, que casualmente se llamaba también Óscar, y que no tan casualmente era brasileño, que fue capaz de doblegar hasta la rectitud de la arquitectura, dejó escrito que «lo que me atrae es la curva libre y sensual, la curva que encuentro en las montañas de mi país». La curva que ayer no apareció, la que puede brotar de cualquier susurro.
Un escritor curvo, Eduardo Galeano, relata este proceso de fundición: «Eran los pobres quienes lo enriquecían [al fútbol], mientras lo expropiaban. Este deporte extranjero se hacía brasileño a medida que dejaba de ser el privilegio de unos pocos jóvenes acomodados, que lo jugaban copiando, y era fecundado por la energía creadora del pueblo que lo descubría. Y así nacía el fútbol más hermoso del mundo, hecho de quiebres de cintura, ondulaciones de cuerpo y vuelos de piernas que venían de la capoeira, danza guerrera de los esclavos negros, y de los bailongos alegres de los arrabales de las grandes ciudades». Ya sé que es pedir demasiado pero, tras partidos tan planos como el de ayer, un compendio de ángulos rectos que los futbolistas fueron conformando haciendo confluir en el mismo punto inocuos pases horizontales con estériles carreras verticales, te marchas del estadio con un regusto a poca cosa. El Real Valladolid, que a fuerza de sólido ha pasado a plomizo, ha rendido todo su bagaje ofensivo a que Óscar tenga el día curvo y nos saque del letargo siquiera por un ratito. Lástima que ayer, que sí tuvo el día, sus compañeros no aprovecharan las peladillas del salmantino. La Deportiva Ponferradina, que es bastante más de lo que su modesto nombre da a entender, tampoco puso especial empeño en romper la monotonía y, salvo en un par de fogonazos, se limitó a formar como un grupo rocoso con aires de estibador a imagen y semejanza de su técnico. Poco más de sí dio la tarde que el catálogo de rectas, ángulos y cuadrantes propios de tiempos de penuria imaginativa, de la suma de incapacidades para romper los moldes impuestos. Niemeyer, que casualmente se llamaba también Óscar, y que no tan casualmente era brasileño, que fue capaz de doblegar hasta la rectitud de la arquitectura, dejó escrito que «lo que me atrae es la curva libre y sensual, la curva que encuentro en las montañas de mi país». La curva que ayer no apareció, la que puede brotar de cualquier susurro.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 19-10-2014
Una cosa que se tuerce definitivamente, como el fútbol en su proceso de colonización del mundo, no necesariamente queda curva. Puede quedar angulosa o doblada o quebrada o desviada o chueca como dicen en América. La curva se aparta progresivamente de la línea recta: gira, no se tuerce. Torcer tiene connotaciones negativas como en "torcer la voluntad" e implica aplicar una fuerza.
ResponderEliminarTodo esto me recuerda a esos pocos bares, no sé si torcidos o curvos, con letrero que pone PROHIBIDO CANTAR que suelen ser en los que más se canta.