Cuentan que un obispo, ante la
inminente defunción de un sacerdote de su diócesis, y con la voluntad de
ungirle con el óleo de los enfermos, con el ánimo de reconfortarle
espiritualmente, acudió al domicilio del párroco. «Sea enhorabuena, padre. Esta
noche –acarició con palabras el prelado– gozará usted de su presencia en la
casa del padre». «Ya –objetó resignado el cura, pretendiendo no contrariar a su
superior ni, por supuesto, caer en herejía–, pero como en casa de uno... en
ningún sitio».
Y así debe de ser porque, sea
por instinto de supervivencia o por puros deseos racionales e irracionales, la
mayoría de las personas anhela continuar en este mundo por más que considere
ponzoñoso su estado. Al fin y al cabo, de este albergamos certezas; del de
después, todo lo más, incógnitas. Y nos agarramos. Claro, nos agarramos
mientras entendamos ese 'como en casa' como una vida con cierta comodidad
física y emocional o, al menos, con esperanza de alcanzarla.
La muerte, tan lejana de
partida, invade de sopetón al escuchar la palabra cáncer. El diagnóstico
derruye. La palabra 'muerte' brota consecuente. Y hostiga. El miedo se
corporeiza. Miedo que se extiende ante el dolor. Hasta asumir que no existe
manera mejor de enfrentarlos que viviendo.
Con motivo del Día Mundial
contra el Cáncer de Mama, el Real Valladolid ha dispuesto que las Vallkirias
del Pisuerga efectuasen el saque de honor previo al partido ante el Sporting de
Gijón. Vallkirias rodeadas de la afición pucelana inserta en la ciudad de
Valladolid: una comunidad dentro de una comunidad, dentro de una comunidad...
Si el objetivo de la propuesta se limitase a tranquilizar conciencias, a
fortalecer una imagen de marca, a obtener fotos sencillas de conseguir, a
adornarse de condescendencia, el gesto no alcanzaría ni el nivel del fuego
fatuo. Flaco favor. Si falla la palabra recibida, poco queda. Entiendo la
propuesta, el aplauso, como un compromiso. No soy quién para hablar por nadie.
Mi diagnóstico en su momento, mi proceso, tendrá elementos comunes, sí, pero
otros dispares. Cada cabeza y cuerpo, cada cáncer y tratamiento, difieren del
resto. No sé por lo que pasa cualquiera otra de las personas 'picadas por el
bicho' –Fernando Polanco dixit–. Pero me atrevo a afirmar generalizando que me
siento un privilegiado por disponer de los médicos –y del resto del personal–,
de un sistema que trata, también e igual, a quienes no podríamos pagar ni una
semana por año. Los avances, añado, requieren investigación. Dinero,
presupuesto. Y en defender esto se ancla el compromiso. En defenderlo porque
muchas personas que hoy emiten cantos de empatía escucharán mañana el cruel
diagnóstico y temerán, espero que menos, la muerte.
En esto, y no en loas a
valientes, heroínas o luchadoras. En el cáncer no se compite. Se padece y se
pretende sobrevivir. Al cáncer no se le vence. Se puede o podrá curar. Y
también se podrá morir, lo que nunca será un fracaso, ni una derrota, ni la
ausencia de lucha. Tan solo una consecuencia. Una consecuencia cada vez más
evitable o postergada. Mientras, en casa, como en ningún sitio.
Artículo publicado en El Norte de Castilla el 20-10-2025
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