Por
si ya fueran pocas las dificultades a las que ha de enfrentarse para
sobrevivir un joven de los años veinte en los suburbios de Rotterdam,
Jacob Katadreuffe añadía una más: era un hijo ‘bastardo’, condición por
la que se sentía apuntado por el dedo cruel de las habladurías. Su madre
callaba en todos los sentidos, no solo le ocultaba el nombre de su
padre sino que, además, quizá condicionada por el sentimiento de culpa,
quizá por verse obligada a ‘cargar’ con un hijo que jamás deseó, nunca
le dio el cariño ni la atención que el niño reclamaba. Jacob, a pesar de
todo, se empeña en escalar socialmente. Unos viejos libros que yacían
mortecinos en la casa de su madre encienden la llama de su curiosidad y
marcan el inicio de su formación autodidacta.
Un día descubre que Deverhaven, el ser más odiado de la comunidad, es su
padre. Este es un hombre ruin que se siente orgulloso de ese estigma.
No en vano, por su trabajo de alguacil se dedica a desalojar a los
vecinos más pobres entre los pobres de sus casuchas y, en los ratos
libres, ejerce de usurero aplicando métodos canallescos.
Ante la
dicotomía planteada por Maquiavelo, no existe ninguna duda; para
Deverhaven es preferible ser temido que amado. La relación entre padre e
hijo no cambia tras el descubrimiento, el padre no atiende ninguna
necesidad del hijo, en todo caso, cuando nota que este tiene sed le
obliga a comer bacalao y polvorones. La relación entre ambos se
deteriora, el odio del hijo es manifiesto. De los sentimientos del padre
poco sabemos. a simple vista es un bellaco que pretende humillar a su
hijo, una segunda lectura indica que quiere que su hijo sea como él y
como tal le educa para que así sea o muera en el intento. No quiere un
hijo pusilánime, uno de tantos. Si ha de quedar por el camino que
quede, pero si logra sobrevivir se habrá forjado en él ese carácter en
el que el padre se reconoce. Un discurso que, adaptado a nuestros días,
culpabiliza al humilde por su pobreza y exalta al emprendedor de éxito
olvidando a los que se ahogan. Cualquier otro hubiera muerto, pero
Jacob se sobrepone a toda adversidad y sobrevive.
Carácter es, precisamente, el título de esta historia novelada por
Ferdinand Bordewijk y llevada a la gran pantalla en 1997 por Mike van
Diem. Carácter es, precisamente, lo que el Real Valladolid ha ido
abandonando en algún lugar del camino. Ayer, aparentemente, parecía que
había más ganas que en anteriores compromisos, pero carácter no es
sinónimo de voluntad sino de determinación. Sin nada de esto, el Pucela
llegó al descanso con ventaja, pero todo era mentira. Parecía que, al
contrario que en la película, un padre desconocido eliminaba los
problemas, frenaba los embates del Athletic y coaccionaba al árbitro
para que se tragara el silbato en favor blanquivioleta. Pero el engaño
duró apenas una hora. Podría haberse prolongado un poco más y haber
sumado los tres puntos, pero hubiera sido como el espejismo que acompaña a
la agonía del que camina en el desierto. Un brote verde, hubiéramos
dicho. Y no, arena, arena, arena.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 21-01-2014
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