Levantas la cabeza y adviertes un trecho entre tu rueda y la de los ciclistas que te preceden; un hueco que apenas unos segundos antes no existía separa tu bicicleta de la suya. Aprietas, arrancas de tu cerebro un tesón ignoto, de tus pulmones un resuello áspero, de tus piernas una dosis infinitesimal de energía. Vuelves a alzar la cabeza y reparas en que la distancia ha desaparecido, en que eres parte de ese pelotón cabecero. Aún desconoces –y te interpelas– si les has alcanzado porque tu esfuerzo lo propició o porque los demás aflojaron.
Pero ahí estás, satisfecho,
todo lo ufano que el cuerpo te permite. Hasta que la sombra sobre el asfalto te
anuncia el alejamiento de la rueda antecesora. Un acelerón amenaza. Mientras
maldices el nuevo requerimiento, elevas la mirada, percibes unos malditos
metros de vacío... Ignoras –y te conturba la duda– si te alejan porque no das
más de sí o porque ellos dilapidan el depósito por encima de lo que la
distancia pendiente por recorrer demanda. Y vuelta a empezar: aprietas,
arrancas de tu cerebro, tal y tal y tal. En ciclismo, esta situación frecuente
del corredor que no termina de enlazar ni de descolgarse se denomina ‘hacer la
goma’ debido a que la impresión visual parece mostrar un ciclista sujeto al
pelotón mediante un cordel elástico que alternativamente se estira y encoge.
Cuando parece que sí, resulta que no; cuando inferimos que no, las aguas
refluyen y el cauce vuelve a recogerlas. Hasta que, (casi) indefectiblemente,
se rompe la ligazón y la esperanza.
El Pucela, salpicando su itinerario con victorias y derrotas sobre una masa de
empates; tanto se acerca a la cabeza alentando la ilusión del respetable cuanto
se desarrima descorazonando hasta al más pintado. Ante la UD Las Palmas pedaleó
en falso, se le salió la cadena, pudo observar que el pelotón de cabeza le
dejaba atrás. La distancia, recuperable por tiempo y dimensión, se agranda a la
vista del desempeño futbolístico, de la persistencia en las razones que la ha
provocado. Aunque, de repente, emergen dos nombres. Uno, el de Arnu, que
aguardaba una oportunidad, al que esperábamos impacientemente como recurso
bendecido. Otro, el de Mario Domínguez, que, ungido por el mandamás, aparece
inopinadamente en los entrenamientos, en la convocatoria, en el terreno de
juego. ¿Cómo -nos cuestionamos- un tipo que ha mostrado un talante pertinaz se
lanza al vacío sin más red que la pericia y el tino de dos adolescentes? ¿Tan
mal presagio le produce a Almada la apuesta mantenida, el grupo hasta ahora
conformado? ¿U observa en esta pareja el potencial necesario para revertir una
inoperancia ofensiva que lastra los resultados del equipo aun cuando este no
parece merecer tal castigo? ¿Les designa el entrenador para asumir el rol de
recurso de emergencia porque entiende que la portería rival ha mutado en un
hermético enigma para sus compañeros de línea? ¿O pretende guarecerse con la
coartada de la alineación de los chavales aduciendo, con el gesto de
entregarles plaza, la falta de mimbres? ¿O designarles, entendiendo que el
público atenuará el reproche al asimilar de buen grado la presencia de unos
jugadores aún por hacer, para que ejerzan la labor de parapetos?
En cualquiera de los casos, sea
como fuere, por convicción o demagogia, por sólido asentimiento o cínica
cobardía; Almada, de consolidar la propuesta, de asentar (al menos) a Arnu y
Mario Domínguez entre los que en el césped ‘peleando en buena lid, habrán de llevar
con orgullo y con honor y defender con honra y con respeto el escudo que llevan
en su pecho’; Almada, digo, sin escapatorias intermedias, solo encontrará dos
caminos, y antagónicos: el que eleva al pedestal y el que arroja al olvido. El
que permite desestimar la goma por superflua y el que, tras troncharla por la
creciente dificultad, desampara en la soledad de la distancia. Héroe o villano.
Sin más.
Publicado en El Norte de Castilla el 16-11-2025
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