lunes, 2 de noviembre de 2009

El dueño de las llaves, el guardián de los secretos

En la segunda mitad de los ochenta, los que aún eran niños pudieron seguir una serie de animación en la única televisión que por entonces emitía. Dicha serie popularizó a un personaje: el Amo del Calabozo, el tutor de los protagonistas, el encargado de mantener el equilibrio aunque para ello no siempre hiciese lo que le pedían sino lo que entendía como más conveniente. Él era quien hablaba con todos y a cada cual le daba los consejos o recomendaciones pertinentes, era quien escuchaba los lamentos, ponía oídos a las dudas, atemperaba los enfados y reducía los calentones.
El masajista de un equipo es, en el fondo, un mentiroso. Hace creer que su labor consiste en recuperar los músculos tras el esfuerzo, pero no es más que una excusa para realizar mejor su verdadera misión, escudriñar el vestuario y dar masajes al ambiente para que se recupere mejor de los sofocos propios de cualquier colectivo humano.
Pero antes que eso fue futbolista y tuvo, también, la encomienda de defender una puerta. Llegó a España desde la Argentina porque un amigo gallego le convenció. Si venía a hacer la mili le pagaban el viaje. Dicho y hecho. Todo un Atlántico quedaba detrás. El inicio no fue tan fácil como la decisión y un intermediario, uno de esos que tasan al deportista a precio de carne, le engañó y tuvo que posponer durante un tiempo su debut como profesional, al final lo hizo en la temporada 68-69 en el Alavés y con un mito, Ferenc Puskas, como entrenador. De ahí al Mirandés donde estuvo un año y se oyeron cantos que venían del mismo Bernabéu. Ese sonido llegó a Valladolid y así puso pie en esta ciudad que ya es la suya. Dos años duró la aventura donde estuvo, sucesivamente, a las órdenes de Héctor Martín y de José María Martín pero en ninguno de los casos se consiguió el ascenso a la Primera División. De aquí emigró a Almería para ir, posteriormente, a Vallecas a poner punto y final a su carrera como jugador.
Estando en Almería, sucedió que el equipo se quedó sin masajista. Un compañero tenía que ir a Sevilla y él, Joseba, a fuerza de mirar y, consciente de su innata habilidad en el manejo de las manos, se atrevió a decir a su compañero que le podría ahorrar esos viajes…y así fue. Estando en el Rayo quiso aprender los entresijos de esta nueva profesión que se le abría y así, poco a poco, encontró el hilo que le permitía coser al futbolista que fue con el masajista que es. El Deportivo de la Coruña fue su primer nuevo destino pero, en cuanto pudo, desanduvo el camino de la Nacional VI y volvió a Valladolid. 
Joseba Aramayo ha sido hasta ayer el portador de las llaves del vestuario blanquivioleta desde aquel lejano año 79 del siglo pasado, temporada que los más viejos almacenan en esa pequeña  alacena de la memoria que guarda las alegrías que el Pucela les dio ya que concluyó con un ansiado ascenso a la Primera División. Desde entonces las piernas y el alma de los futbolistas se han entregado a este vasco de Ondárroa, la foto fija de la plantilla de cada año. Como aquel lugareño en ‘Amanece que no es poco’  podríamos decir que, mientras todos fueron contingentes, el bueno de Joseba fue el único necesario. ¿Quién se lo iba a decir a aquel niño que solo hablaba euskera cuando, con cuatro años, recorrió el Atlántico en el sentido opuesto?

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