Malditas
todas la guerras y malditos nosotros que no tenemos dedos suficientes
para contar las que se avecinan. Guerras miserables en la misérrima
África, hambre contra hambre, tribu contra tribu. Donde jamás llegó un
libro, donde una vacuna es el unicornio azul, nunca falta quien siembre
odio, quién lo abone con armas hasta que germinen los cadáveres.
Guerras
enfrentando a dos inexistentes dioses disfrazados con advocaciones
diversas, padres que, contra natura, entierran a sus hijos y rezan
responsos arrodillados ante ese todopoderoso por el cual murieron,
mientras, los sacerdotes del único ser supremo verdadero y mensurable
recuentan sus ganancias.
Guerras
pequeñas, domésticas; sociedades desangradas lenta pero
inexorablemente. Una revolución que se aja y se torna en mafia, una
mafia que asesina arreglando con ritmo de cumbia los acordes de la
democracia. Utopías que tiñen de rojo el sueño del caimán verde de la
esperanza. El deseo de justicia, eternamente saboteado por el gigante
del norte, no puede brotar de la muerte.
Guerras justificadas en nuestro nombre por un imperio de carne putrefacta que aniquila nuestros sueños de derecho, de razón.
Guerras justas o injustas, legales o ilegales, santas o demoníacas. Os maldigo a todas para siempre.
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