Dejamos jirones de existencia en las fábricas para comprar otro coche
-jamás lo suficientemente grande- que nos embale al mismo atasco, para
pagar el piso que nunca termina de ser nuestro... para satisfacer tanta
estúpida necesidad creada artificialmente y nos alaban. El discurso
oficial insinúa que ese es el camino de la realización personal,
que estamos progresando. El trabajo, un intercambio de actividades que
nos debería permitir vivir a todos, se ha convertido en nuestra mortaja y
su reparto nos subordina por nuestro miedo, mansedumbre o complicidad;
hablar de derechos es un ritual pleistocénico. Hemos organizado nuestras
vidas para el trabajo, guarderías para aparcar al niño, asilos para
almacenar al viejo improductivo, planes de estudio que forman empleados
dóciles, ciudades para que el coche nos conduzca a la fábrica y al
comercio. Sin espacio, sin tiempo... sin alternativas. Dimitidos de
nuestra responsabilidad como ciudadanos libres, nuestro traje es el de
consumidores, contribuyentes o cuerpo electoral; nos hemos transformado
en masa, burda masa complaciente, devoradora de imprescindibles
vacuidades. Vendimos nuestra libertad por un salario. Vendimos nuestra
libertad.
GENIAL!!
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